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Lo kafkiano es adentrarse en un mundo surrealista donde todo lo que creías tener bajo control, tus planes, el orden que habías establecido en tu comportamiento, se desmorona ante una fuerza incomprensible e incontrolable.
Por David González Escobar - davidgonzalezescobar@gmail.com
Este 3 de junio se cumple un siglo de la muerte de Franz Kafka, por lo cual también se cumplirán cien años de la publicación de la mayoría de su obra, la cual, si hubiese sido por su voluntad, jamás habríamos conocido.
Nacido en una familia judía en 1883 en Praga, en el reino de Bohemia, una región industrial que formaba parte del diverso y pronto en decadencia Imperio austrohúngaro, Kafka registró en sus 40 años de vida una existencia sin muchos sobresaltos. Estudió derecho, tuvo monótonos trabajos de oficina en una compañía de seguros y enfrentó desde joven una dura tuberculosis, que marcaría sus últimos años de vida y finalmente sería la causa de su muerte.
Sin embargo, en paralelo, Kafka dedicó muchas tardes y noches de insomnio a un intenso proceso de escritura. Y si bien publicó varios relatos cortos en vida - incluida “La Metamorfosis”, su obra más conocida - sus escritos no le trajeron ni fama ni premios literarios. Siempre estuvo inseguro y frustrado con la calidad de su trabajo. Murió sin la expectativa de que la posteridad lo apreciaría más que sus contemporáneos.
“Mi última solicitud: todo lo que dejo atrás... en forma de diarios, manuscritos, cartas (propias y ajenas), bocetos y demás, debe ser quemado sin ser leído”, le escribió en el lecho de su muerte Kafka a su gran amigo Max Brod, quien, por fortuna, lo traicionó, sacando a la luz novelas como “El Proceso”, “El Castillo” y otros relatos que con el paso de los años consolidarían a Kafka, según el crítico literario Harold Bloom, junto a James Joyce y Marcel Proust, en el podio de los autores occidentales más representativos del siglo XX.
A cien años de que el mundo conociera la mayoría de su obra, muchos han intentado encasillar a Kafka. La Biblioteca Nacional de Israel, dada su ascendencia judía, y el Archivo de Literatura Alemana, dado que su obra fue escrita en alemán, han tenido disputas legales por su legado. Durante la Guerra Fría, los soviéticos leyeron su obra como la lucha del individuo contra el capitalismo, mientras que algunos en Occidente lo vieron como un crítico del terror burocrático practicado por regímenes autoritarios.
Sin embargo, más que un alemán, checo, judío, anticapitalista, anticomunista, existencialista o cualquier otra etiqueta, para mí el encanto de leer a Kafka reside en todo lo contrario: en lo universal que es el sentimiento de angustia y absurdo que transmiten sus obras, haciendo vívida la experiencia frustrante de estar en una pesadilla. Una sensación universal que justificaría añadir su propia palabra a nuestro vocabulario: lo kafkiano.
Kafkiano es adentrarse en un mundo surrealista donde todo lo que creías tener bajo control, tus planes, el orden que habías establecido en tu comportamiento, se desmorona ante una fuerza incomprensible e incontrolable. Es “despertarse convertido en un monstruoso insecto”, como Gregor Samsa en La Metamorfosis. Es ser arrestado una mañana por una razón que desconoce y a la cual es imposible acceder, como Josef K. en El Proceso, o ser alienado por la burocracia al tratar de llegar a las autoridades de un castillo que se hacen inexplicablemente esquivas, como le ocurre a K. en El Castillo.
La genialidad de Kafka radica en haber logrado plasmar, como nadie más, en palabras estos sentimientos. Hay que agradecerle a Max Brod, quien nos permitió cumplir cien años de poder sumergirnos en lo kafkiano.