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Esta semana terminé de leer Diplomacia, libro escrito en 1994 por Henry Kissinger, un texto donde se vislumbra el perfil más académico de uno de los funcionarios públicos más importantes y una de las figuras más controvertidas en la historia reciente de los Estados Unidos, dado su gran protagonismo en la política exterior como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado, principalmente durante el gobierno de Nixon.
Pero en el libro su rol en el servicio exterior no es protagonista, si bien aparece de vez en cuando con historias personales. El texto, con cerca de mil páginas, es más un ambicioso esfuerzo por ser una “historia total” de las relaciones internacionales de Europa y los Estados Unidos.
En sus más de treinta capítulos, Diplomacia ofrece una amplia reconstrucción de las relaciones internacionales desde la Paz de Westfalia en los 1600 hasta el final de la Guerra Fría, concentrándose en la lógica de la política de poder y en la forma como las grandes potencias han intentado ordenar el sistema internacional.
El eje del relato es la tradición europea del “equilibrio de poder”, asociada a estadistas como Richelieu, Metternich o Bismarck, a quienes Kissinger presenta como figuras que entendieron que las ambiciones de sus naciones debían aterrizarse en objetivos concretos y alcanzables, incluso cuando eso implicaba hacer jugadas que no siempre eran coherentes con un discurso de principios inamovibles, aceptando negociar, ceder y aliarse para evitar que una sola potencia desbordara a las demás.
A partir de ahí, Kissinger contrasta esa tradición con la experiencia de Estados Unidos. Mientras Europa asume la política internacional como un ejercicio permanente de balance entre potencias, más cercano a lo que se conoce como realpolitik, la diplomacia estadounidense aparece marcada por un componente idealista: la tendencia a interpretar su papel en el mundo en términos de principios universales, de la necesidad de llevar sus valores de democracia y libertad al resto del planeta.
Kissinger muestra cómo, a lo largo del siglo XX, la política exterior de Estados Unidos oscila entre momentos de distancia “aislacionista” frente a lo que sucedía en el resto del mundo y frente al enfoque “realista” europeo, y episodios en los que, en la práctica, termina actuando según esa misma lógica, aunque lo presente con un lenguaje moral.
La propia experiencia de Kissinger ilustra esa tensión. La apertura de relaciones con China en los años setenta se presenta como un ejemplo de realismo estratégico, pensado para cambiar el equilibrio global frente a la Unión Soviética más que por afinidad ideológica con Pekín. Al mismo tiempo, el libro muestra que el discurso idealista también puede tener efectos políticos concretos: la forma en que Ronald Reagan contrapuso los valores de Estados Unidos a la “maldad” del bloque soviético se describe como un recurso retórico que ayudó a erosionar la legitimidad del régimen comunista y a acelerar el final de la Guerra Fría.
Qué pensaría Kissinger de lo que está haciendo Trump fue la pregunta que más me quedó dando vueltas al leer el libro. Algo le debería gustar su giro hacia una política exterior más abiertamente realista que guiada por principios de idealismo, hasta ahora con algunos resultados visibles: su papel en el cese al fuego entre Israel y Hamas, por ejemplo.
Sin embargo, no está claro cuál es el “equilibrio de poder” que Trump tiene en mente, si es que tiene alguno...
