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El anuncio de Lula, que hoy tiene 80 años, es una muestra dramática de la imposibilidad de renovación de los liderazgos en el hemisferio. Los grandes personajes —amados y odiados— se consideran insustituibles. Los rondan dos temores.
Por David E. Santos Gómez - davidsantos82@hotmail.com
Luiz Inácio Lula da Silva pretende gobernar hasta finales de 2030. Hasta que cumpla 85 años. Su actual mandato terminará el año entrante, pero ya ha hecho público un rumor que sobrevolaba los pasillos de la política brasileña al anunciar que se presentará para la reelección en el 2026. Espera lograr en las urnas un cuarto periodo. Lula es un personaje adorado y detestado con igual fuerza por el pueblo brasileño. Su base fiel de seguidores le ha garantizado la presencia en el Palácio do Planalto por más de una década de forma no consecutiva. El sector que lo desprecia, a su vez, encumbró a su archirrival Jair Bolsonaro. El líder sindicalista y jefe histórico del Partido de los Trabajadores concentra en su figura y en sus aspiraciones el problema endémico de los liderazgos carismáticos del siglo XXI en Suramérica: la imposibilidad de encontrar un heredero capaz de dar continuidad a sus políticas.
Lula gobernó entre el 2003 y el 2011 y dejó el poder con altísimos niveles de popularidad. Dilma Rousseff lo sucedió, pero fue destituida cuando iniciaba su segundo periodo. Después vendría el turno de Michael Temer y la presidencia del ultraderechista Jair Bolsonaro. Lula, mientras tanto, cayó en desgracia y fue enviado a la cárcel en 2018 —permaneció allí 580 días— por el supuesto recibimiento de un apartamento para favorecer a la constructora Odebrecht. Los cargos fueron desestimados y salió para enfrentar a Bolsonaro. Nadie podía sucederlo en la que se presentó como la batalla final. No había un nombre que llenara su sombra. Finalmente, triunfó en las elecciones en el 2022. Bolsonaro es ahora quien cayó en desgracia y fue condenado por el Tribunal Supremo de Brasil a 27 años de prisión por intento de golpe de Estado tras perder esas votaciones.
El anuncio de Lula, que hoy tiene 80 años, es una muestra dramática de la imposibilidad de renovación de los liderazgos en el hemisferio. Los grandes personajes —amados y odiados— se consideran insustituibles. Los rondan dos temores. O los dirigentes disponibles no dan la talla o consideran que tienen sus propios intereses, lo que rápidamente los puede transformar en “traidores” del legado. Pasó en nuestro país con Uribe y Santos y luego con Duque. Pasó en Ecuador con Rafael Correa y Lenin Moreno. Pasó en Argentina con Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández. Pasó en Bolivia con Evo Morales y Luis Arce. El padre se siente desencantado del hijo putativo que eligió. Lo considera débil o incapaz o ingrato o, en el peor de los casos, todo junto.
Los partidos que carecen de liderazgos fuertes, visibles y populares no son un dolor de cabeza exclusivo de la izquierda o de la derecha. Son, en últimas, una muestra más de la crisis de la democracia contemporánea. De la idea de que la salvación de los estados está en personajes que, con su sola presencia, todo lo pueden.