No llevaba ni 48 horas en su puesto de primera ministra del Reino Unido cuando Liz Truss tuvo que enfrentar la muerte de Isabel II. Su nombramiento fue el último acto oficial de la monarca y, como si fuera poco, la fotografía que retrató el momento resultó ser la última imagen pública de la reina con vida. Lo que fue visto para muchos como una tragedia significó una prueba de fuego para el liderazgo de la nueva mandataria. Las desgracias, a veces, y cuando son nacionales, pueden funcionar de aglutinante político. No es este el caso. Ni siquiera la novedad de otro rey ha salvado el mes de pesadilla que ya cumple la ministra conservadora.
Sucesora de Boris Johnson, quien tuvo que renunciar tras la seguidilla de escándalos y desaciertos de su mandato —incluidos su desastroso manejo del covid-19 y las fiestas privadas que realizaba durante las cuarentenas—, Truss tiene en frente el enorme reto de dirigir a un país en crisis económica y cuya realidad conoció bien en los años del gobierno de Johnson, primero como secretaria de Comercio Internacional y después como ministra de Relaciones Exteriores. La radiografía actual muestra que el Reino Unido atraviesa por sus horas más bajas en décadas, golpeado por el Brexit, la pandemia de dos años y la guerra entre Rusia y Ucrania, que parece lejos de acabarse.
Con ese panorama, Truss decidió meter un timonazo. Uno fuerte. Su idea es rebajar impuestos a empresas y al sector financiero, pero soportado en mayor deuda pública en un país que ya cuenta con preocupantes números en rojo. A las rentas más altas, además, les prometió también una baja impositiva (que finalmente tuvo que echar para atrás) y, de forma paralela, anunció recortes en planes sociales, en ayudas a los desempleados, en guarderías públicas y en apoyo migratorio. Fue tal el exabrupto propuesto que hasta el Fondo Monetario Internacional aconsejó revisar el plan. La libra esterlina se desplomó. Las calificadoras le bajaron sus valoraciones.
La conservadora, acusada de poco carismática y distante de la realidad social, pidió paciencia. Pero paciencia no hay. Una bomba social puede explotar en cualquier momento. La oposición le ha saltado al cuello tras la propuesta de reforma e incluso miembros de su partido la criticaron y reconocieron que no votarían este proyecto económico tal como está.
En el calendario electoral británico aparece enero del 2025 como la fecha máxima para llamar a elecciones. A este ritmo, sin embargo, parece una ilusión pensar que Liz Truss puede llegar a esa cita lejana. Con pocas semanas en el cargo, las encuestas muestran hoy que la popularidad de la mandataria es peor que la de su antecesor Boris Johnson, quien, a su vez, se hizo a un lado cuando entendió que, con el pueblo en contra, era imposible sacar adelante cualquier proyecto. Menos uno que necesita un enorme viento de cola para atravesar la tormenta