No puedo pasar mucho tiempo sin ir a una librería. Siempre surge una excusa, como que estaba cerca, que necesito un regalo, que la universidad me exige algo. Los domingos lentos en que la ciudad reduce su ritmo y el comienzo de la semana lejano e inminente a la vez nos deja en una especie de limbo, mis pequeños hijos piden: vamos a la librería. Tenemos nuestras propias reglas. Podemos pasar todo el tiempo que queramos, quitarle el plástico a los libros previo permiso del librero, mirar todo lo que queramos, hacer todas las preguntas, usar sillas o sentarnos en el suelo, improvisar sesiones de cuentacuentos, llevar algunos o ninguno, deliberar sobre una torre y hacer una lista de deseos, ponernos a leer inmediatamente, camino a casa si es necesario,...