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El brutal y vil magnicidio de Miguel Uribe, es el desgarrador resultado de esta demencia que hoy nuevamente padecemos, y que nos ha costado miles de vidas más.
Por Diego Mesa - opinion@elcolombiano.com.co
Desde que mi generación tiene memoria, hemos sido testigos de cómo el país perpetúa una violencia demencial, sin justificación alguna. Desde los Acuerdos de La Uribe, pasando por el indulto al M-19, las negociaciones con el cartel de Medellín y los extraditables, la alianza del gobierno con el Cartel de Cali, el proceso del Caguán, el Acuerdo de Ralito, la firma del “Acuerdo Final” hasta llegar a la mal llamada “Paz Total”, ha habido siempre un denominador común: el fracaso del imperio de la ley, que a su vez se traduce en la ausencia de justicia y la rendición del Estado ante grupos narcoterroristas.
En los últimos 40 años, hemos renunciado reiteradamente, como Nación, a un pilar básico e imprescindible para la existencia de cualquier sociedad democrática: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Al ceder en este principio constitucional, se hace imposible garantizar los derechos inalienables de cada individuo a la vida, la libertad y la propiedad privada.
Hace un poco más de dos décadas, cuando estábamos al borde de convertirnos en un estado fallido, la esperanza floreció nuevamente. El país se unió alrededor de lo fundamental: seguridad, inversión y cohesión social. Sin embargo, los cimientos de lo que parecía forjarse como un propósito patriótico superior, se fueron desmoronando lentamente y el país terminó completamente dividido y polarizado por la obstinación, con una supuesta paz que, al final, solo sirvió para alimentar egos y vanidades mezquinas.
La claudicación del imperio de la ley, producto del proceso de paz de 2016 con las FARC, nos ha causado pérdidas incalculables, tanto humanas como materiales. Nuestra sociedad sufrió una profunda inversión de sus valores republicanos y principios morales. ¿Qué sentido tenía permitirles a reclutadores y violadores de niños, secuestradores y asesinos convertirse impunemente en legisladores, sin siquiera haber enfrentado un proceso ante una justicia especialmente diseñada para no imponer sanciones punitivas reales?
En los últimos 3 años, la degradación moral ha cruzado nuevas fronteras. Inermes, vemos cómo las más altas esferas del poder público se utilizan para perfilar y perseguir adversarios políticos, instigar todo tipo de violencias y promover el odio entre los colombianos. Esto, a su vez, ha generado qué diariamente fanáticos ideológicos y oportunistas electorales normalicen las peores ignominias e infamias en mítines políticos y en redes sociales.
El brutal y vil magnicidio de Miguel Uribe Turbay, el senador más votado del país, líder de la oposición, precandidato presidencial y uno de los políticos con mayor proyección de mi generación, es el desgarrador resultado de esta demencia que hoy nuevamente padecemos, y que nos ha costado miles de vidas más.
En medio del dolor y la desolación, es imperativo reaccionar con absoluta firmeza. Si queremos recuperar el rumbo y garantizar que este país sea viable para las futuras generaciones, debemos enfrentar, sin ambages y con contundencia, a todos los criminales y, en especial, a sus determinadores políticos. Es urgente que el Estado restaure el imperio de la ley. Y los ciudadanos tenemos la obligación civil de exigir justicia al orden institucional, respaldando de manera irrestricta a nuestra fuerza pública en esta cruzada.
A los criminales de hoy y de siempre, y a sus socios y cómplices políticos, solo les cabe justicia, sanción y castigo.