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Algunos dicen que hablemos del futuro y dejemos atrás el pasado. Pero la memoria no es quedarse atrás; es avanzar con los ojos abiertos.
Por Juan Manuel Cifuentes Hernández - opinion@elcolombiano.com.co
En la Medellín de los años 80 y 90 —esa ciudad que no conocí pero que me duele— se vivió una de las épocas más oscuras de nuestra historia. Crecí oyendo los relatos de mi familia, las noticias que aún recordaban bombas, atentados y héroes que resistieron el miedo. Desde niño entendí que el pasado de Colombia no se puede enterrar ni romantizar.
En 2017, viendo El Bloque de Búsqueda, comenzó mi curiosidad por esa Colombia marcada por el terror. Pero la conexión que tenía con esa historia era más cercana de lo que creía: mi papá hizo parte de las fuerzas especiales del Ejército y estuvo en la persecución de Pablo Escobar. Saberlo me llena de orgullo. Él fue uno de esos colombianos que arriesgaron su vida por defender un país que se desangraba.
Ese interés se volvió compromiso cuando, en el colegio, nos dejaron un trabajo sobre el narcotráfico. Lo asumí con emoción, no por morbo, sino por la necesidad de entender. Gracias a ese proyecto entrevisté al general Óscar Naranjo. Lo había visto en series y noticieros, pero escucharlo de frente cambió mi forma de ver la historia. Desde ese día me dediqué a investigar: documentales, entrevistas, museos, películas, conversaciones con víctimas. Así nació Nunca Más, una campaña para recordar que Colombia no puede seguir romantizando al mal.
Pero hay una imagen que me duele profundamente: ver en la Comuna 13 y en las calles de Medellín camisetas, souvenirs y turistas imitando a Escobar. Absurdo. Ofensivo. Mientras algunos hacen negocio con su rostro, millones de colombianos cargaron el peso de sus crímenes. Mi propia familia fue víctima: una prima de mi mamá, que trabajaba en el DAS, sobrevivió a uno de sus atentados. No murió, pero su vida quedó marcada para siempre.
Hace 32 años, el 2 de diciembre de 1993, cayó el hombre que convirtió a Colombia en una funeraria. Murió en un tejado en Los Olivos la pesadilla más grande de nuestra historia. Para muchos, ese día fue una victoria: dejaron de sonar bombas, se acabaron las masacres ordenadas desde un teléfono, el Estado volvió a respirar.
Pero aunque Pablo cayó, su sombra sigue viva. Su herencia maldita se ve en la cultura traqueta, en las series que lo pintan como anti-héroe, en jóvenes que lo admiran como si fuera un rebelde y no el asesino que fue. Ese es el verdadero peligro: no la historia, sino el olvido.
Algunos dicen que hablemos del futuro y dejemos atrás el pasado. Pero la memoria no es quedarse atrás; es avanzar con los ojos abiertos. Por eso, desde Voces de la Tierra, sigo escuchando y contando historias de víctimas del narcotráfico, de las FARC, de los paramilitares y de quienes aún buscan reconciliación. Esas voces no pueden desaparecer.
Escribo esta columna por ellos, por mi papá, por mi prima, por todos los héroes anónimos que resistieron. Porque aunque nací en 2007, en un país que empezaba a sanar, me duele ver a las nuevas generaciones queriendo parecerse a quien convirtió esta tierra en un lodazal de muertos.
Que nunca más se manche de sangre nuestra bandera. Que nunca más Colombia idolatre al verdugo.
Nunca más.