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Lo más preocupante no es la ausencia de Estado, sino la indiferencia e ignorancia social. Nos acostumbramos a convivir con el caos, a justificarlo, a vivir entre la basura, el ruido y la infracción como si fueran parte natural del paisaje.
Por Diego Santos - @diegoasantos
El país se estremece de nuevo con una tragedia tan absurda como reiterativa, pero inevitable. Un taxista ebrio atropelló a una familia entera que cruzaba una calle en Bogotá. Una niña de 15 años murió, y su hermano, de siete, tiene muerte cerebral. Más allá del desgarrador suceso, hay algo que duele tanto como el hecho mismo: el video del accidente muestra, en segundos, el retrato más fiel y cruel de lo que somos.
Una acera inservible, invadida por arbustos que crecieron sin que ninguna autoridad lo notara ni lo recortara. Un paso peatonal bloqueado por motociclistas que lo convirtieron en parqueadero. Una familia que intenta cruzar por donde puede, en un país donde nadie respeta las cebras porque casi nadie las usa. Y un conductor borracho, reincidente, con múltiples comparendos, al que la Policía nunca le quitó la licencia.
Todo lo anterior en un solo cuadro. Todo en un país donde la vida y las normas carecen de valor. Todo en un país donde las autoridades solo reaccionan después de la tragedia. Todo en un país donde nadie se da cuenta de que todos somos parte del problema.
El taxista es culpable, sin duda, pero su acción no es un hecho aislado. Es el síntoma de un sistema moribundo, de un Estado inútil que no previene, de una ciudadanía que no respeta, de una cultura que normalizó la imprudencia y la irresponsabilidad. Un ebrio al volante no surge de la nada: surge de una cadena de impunidad, de la certeza de que nada pasa, de un país donde las normas son sugerencia, no obligación
La familia no tuvo alternativa. La infraestructura urbana está pensada para los carros, no para las personas. Las ciudades se construyen para mover vehículos, no para proteger vidas. En Bogotá, Medellín, Cali o Montería, basta caminar una cuadra para comprobarlo: aceras rotas, señalización borrada, rampas ocupadas, cebras convertidas en parqueaderos. Un país que no respeta al peatón no puede hablar de civilización.
Pero lo más preocupante no es la ausencia de Estado, sino la indiferencia e ignorancia social. Nos acostumbramos a convivir con el caos, a justificarlo, a vivir entre la basura, el ruido y la infracción como si fueran parte natural del paisaje. Vemos un carro parqueado sobre el andén y seguimos caminando. Vemos un borracho manejando y no decimos nada. Vemos una tragedia y nos convertimos en jueces o camarógrafos, pero no en ciudadanos.
Lo ocurrido esta semana no es solo una historia de imprudencia. Es el cruento espejo de un país sin civismo y sin respeto por la vida, donde la culpa siempre es del otro y la exigencia de cambiar se delega al gobierno, como si la decencia dependiera de decretos.
La niña fallecida no fue víctima solo del borracho, sino de todos: del que condujo, del que no controló, del que no denunció, del que miró hacia otro lado. Mientras no entendamos eso, seguiremos condenados a ver cómo nuestras tragedias se repiten, una y otra vez, en cámara lenta.