Martes 13 de octubre de 1972. Son las 3:30 de la tarde y acaba de estrellarse un avión de la Fuerza Aérea uruguaya a 4.000 metros de altura en un punto de la cordillera de las Andes. Hace justo 50 años, en el glaciar que hoy se conoce como el Valle de las Lágrimas, 45 personas vivieron una de las tragedias aéreas más dramáticas que se recuerde. Tras 72 días a temperaturas que llegaban a los 30 grados bajo cero, lograron sobrevivir 16.
A lo largo de estas décadas, su historia se ha contado en películas, documentales y libros, casi todos detallando la épica y pocos los sentimientos que se vivieron allá arriba. De ahí que sea interesante la reedición que se va a publicar de La sociedad de la nieve, del periodista Paolo Vierci, una narración bastante introspectiva, de la que se puede concluir que lo que ocurrió, lo que los salvó, fue un acto de generosidad colectiva. Porque al verse sin abrigo, sin comida y sin ayuda, en lugar de que cundiera el sálvese quien pueda, decidieron actuar en pro del bienestar común. Y en un acto extremo de solidaridad y amor fundaron una sociedad e hicieron un pacto: donarse en vida.
Pese a sus firmes convicciones religiosas, estos jóvenes, miembros de un equipo de rugby rompieron un tabú mayor y decidieron que quien muriera fuera alimento para los demás. El libro logra explicar cómo no fue canibalismo, sino un acuerdo de entrega mutua, una especie de ritual eucarístico y una muestra de respeto absoluto por la vida y la muerte. Numa Turcatti, el último en morir tras pasar dos meses dentro del fuselaje, sufriendo toda clase de penurias, tenía en su puño un papelito que había escrito: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.
Así también lo comprendieron los dos chicos que se despidieron de sus compañeros para ir en busca de ayuda. Durante 10 días de marcha, escalaron montañas sin tener materiales o experiencia previa, soportaron vientos helados, sufrieron el mal de altura, padecieron ceguera de las nieves y experimentaron las consecuencias de la falta de oxígeno. Cada vez que se sentían a punto de rendirse, pensaban en los que habían dejado atrás y continuaban el camino. Uno de ellos comentó, “si el infierno existe, no es con fuego, es con hielo y en penumbras”.
Gestos pequeños como compartir un trocito de chocolatina durante los primeros días o dormir abrazados no solo para evitar el frío, sino “para engañar a la soledad”, construyen esta historia única y ejemplar en la que no hubo espacio para entregarse a la desesperación porque siempre pensaron en los demás. Para los sobrevivientes, que llevan años dando charlas y conferencias por el mundo, la esencia de todo lo que experimentaron es la humildad. Para los que conocimos su historia y volvemos a pensar en ella, sus actos adquieren un sentido más profundo y en cierta medida casi místico