A ratos todo parece confabularse contra la alegría. Por la noche derrumbamos sobre el lecho, como un fardo, no solo el cuerpo cansado sino también la experiencia de una jornada acribillada por malas noticias, por miedos e incertidumbres, por frustraciones y desencantos. Uno sabe que no es suficiente el sueño para apaciguar esa zozobra interior y, entonces, el amanecer, más que el renacer de un nuevo día es un muro contra el que se estrellan las ganas de serenidad, la vida misma, la alegría.
Todos lo hemos sufrido. La depresión golpea las ventanas, se arrastra por las calles y acecha en cada esquina. Se le monta a une en el caro como un perro que ladra furioso. Troncha los diálogos, enfría las caricias, distancia los cuerpos y las almas. Todo se torna mustio, triste y gris. Se pierden las ganas de vivir.
Y sin embargo, aún es posible la alegría. Es más, solo queda la alegría como tabla de salvación en medio del naufragio. No se trata de enfundarnos una armadura de guerra para luchar a brazo partido contra la realidad. O de hacer piruetas como payasos ridículos para disimular con risotadas los golpes de la existencia. No, lo que se busca es abrir un resquicio mínimo a la serenidad que brota de los seres que nos rodean, de las cosas que conforman nuestro entorno, de los milagros inesperados que, como mariposas leves, vuelan en nuestros pies a cada paso.
Esa es la verdadera alegría, la que cura. No la alegría de las carcajadas. La mejor rúbrica de una alegría es una sonrisa, suele decir mi tío, el padre Nicanor. Siempre habrá un paisaje donde apaciguar las asperezas del camino. Siempre encontraremos unos ojos donde serenar las propias miradas agobiadas. Siempre se iluminará entre nosotros un rostro que nos regale comprensión y acogida.
No faltará nunca, aun al borde del precipicio, una mano que nos salve. La mano de la persona amada, la de un amigo, la del más inesperado transeúnte. La mano, tal vez, del mismo Dios. No es ni siquiera cuestión de pedir ayuda, es ser capaz de dejarse ayudar. Siempre es posible la alegría. Ahí está, detrás del corazón. Si la dejamos que brote sin egoísmos ni estridencias, algún día descubriremos que la única tristeza es no dar alegría a los demás.
“Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”, decía san Juan de la Cruz. También se conoce la versión “donde no hay amor, siembra amor y cosecharás amor”. Cambiemos la palabra amor por alegría (que en el fondo son casi sinónimas) y tenemos un pequeño tratado de sabiduría para conjurar las pesadillas de la soledad y la tristeza. Como quien dice: donde no hay alegría, pon alegría y sacarás alegría.