Lo admito, he pasado la covid-19. Como Trump, pero con más clase. No crean que me he reservado la información por miedo al qué dirán o por descuido. Nada que ver. Hace solo dos semanas que me enteré de forma casi fortuita de que tenía anticuerpos contra el bicho. Ocurrió en Valencia, durante un congreso de altos empresarios al que acudió el Rey de España. Con motivo de la presencia de personalidades cuyos sueldos anuales superan con creces los emolumentos de una vida entera para el común de los mortales, a la canallesca -léase los periodistas- se nos ofrecía la posibilidad de realizarnos dos test: el del bastoncillo hasta el cerebro para saber si el bicho habitaba en nosotros y el del pinchazo en el dedo, para descubrir si éramos de los afortunados poseedores de soldaditos. Así que, a sabiendas de que allá por marzo, cuando reventó todo, un servidor había pasado la covid-19, me hice ambas pruebas con el resultado que ya conocen.
Era más que lógico. Entre diciembre y febrero realicé no menos de tres desplazamientos en avión, uno de ellos para visitar una presa en Portugal, a mediados de febrero, en la que de los 30 periodistas españoles acreditados más de la mitad tosían como perros sarnosos. Por supuesto, nadie por entonces guardaba las distancias ni llevaba mascarillas. Los aviones eran probetas cargadas de virus y los aeropuertos, laboratorios. No hablemos ya de bares y restaurantes. Todos los santos días entre esos meses, como es costumbre, acudía a nadar en la creencia de que nadie enfermo en su sano juicio se metería en una piscina olímpica en el invierno madrileño por muy climatizada que estuviera. Madrid bullía de gente como nunca todos esos meses y cualquier pequeño desplazamiento implicaba toparse con decenas de personas. Por no hablar del Madrid-Barça del 29 de febrero. Lleno a reventar. Lluvia, frío y una joven hincha madridista de la californiana San Diego a mi vera con pinta de haberse pegado más fiestas en el último mes que yo en toda mi vida. Y no soy manco en eso, créanme. Rodeándonos, decenas de chinos o asiáticos, imposibles distinguirlos, más aún con impermeables. Victoria y abrazos a discreción, que los goles no distinguen de razas ni colores. A todo eso, añádanle dos hijos de 13 y 10 años a los que beso y abrazo una media de 20 veces al día.
Era imposible que no lo hubiera pillado. Les contaré mi experiencia de forma breve. Cuando les escribía aquello de “Colombianos, confínense”, el 17 de marzo, había comenzado a no oler absolutamente nada. Llevaba una semana con un dolor de garganta extraño para alguien que convive con una faringitis crónica de tantos años dándole al Marlboro. Sin inflamación, pero con una picazón como nunca. Ambas sensaciones persistieron durante dos semanas, unidas a variables pérdidas del gusto. Eso fue todo. Mientras les contaba cómo estaban las cosas por el tercer epicentro de la pandemia y el termómetro se convertía en un apéndice, fueron desapareciendo muy poco a poco esos tres síntomas. Siempre supe, porque nunca había vivido esas sensaciones, que tenía la covid-19. Nunca me hice la prueba para no colapsar más los hospitales. Al igual que yo, mi familia pasó por síntomas extraños, todos diferentes y ninguno con fiebre.
Hoy, siete meses después, tengo anticuerpos y sigo poniéndome la mascarilla en cuanto salgo de casa. Estoy convencido de que, como yo, millones de personas, seguramente usted también, han pasado el bicho y son casi inmunes. Pero solo por ese “casi”, debemos ser más precavidos. Porque, aunque vendrán más olas y desgracias, estamos a unos pasos menos de derrotar al enemigo.