Hace poco, en una conversación con Vicente Durán Casas, me recomendó una historia de Heinrich Böll, “Los silencios del doctor Murke”, qué ganas me dieron de leerla mientras me contaba en resumen el sentido del relato. Murke trabajaba en una emisora y era demasiado joven y se consideraba lo suficientemente culto para que la palabra odio le resultase grata. Murke sentía un extraño temor al subirse al ascensor de la emisora y por eso no se bajaba en el segundo piso, donde estaba su despacho, sino que subía hasta el quinto y luego esperaba el descenso. Murke necesitaba esa angustia como otros su café, su papilla de avena o su zumo de frutas. Pero lo más llamativo, lo que me pareció más bello de lo que me contó Vicente fue que Murke guardaba en una cajita silencios.
Apenas escuché eso, yo quise suponer el tamaño de la caja, cómo era la forma adecuada de conservarlos para que no se dañen, cuántos silencios caben en una caja de galletas, por ejemplo, y, especialmente, cómo hacer para que no se evaporen como tantas cosas que uno guarda en cajitas. En cajitas y en un pequeño barril, he visto desaparecer confites, chocolates, esencias y un tequila fino que se evaporó o, creo yo, se lo debió tomar el Stephen King de mi biblioteca en una de esas crisis que le daban hasta acabar con los enjuagues bucales encerrado en el baño. ¿Pero un silencio? ¿Cómo dejarlo bien guardadito en esa oscuridad para que no se lo coman las hormigas?
Así que hice la llamada que tenía que hacer para que ese libro de Böll llegara pronto a mis manos. Una vez más, mi librero de siempre me salvó. A los pocos días, llegó a mi casa ese libro editado ya hace algunos años por Alianza y en un suspiro me enamoré más del silencio, y del doctor Murke, por supuesto, quien, después de cortar aquí y allá hasta dejar lista una conferencia para ser emitida en la emisora, se guardaba los silencios que habían quedado en las cintas y luego los unía para poderlos escuchar cada noche cuando llegaba a casa. Los silencios no se pueden desechar, casi siempre valen más que las palabras.
Incluso, cuando alguien se entera del valor que tiene para el otro el silencio, te ayuda a guardarlo, como el técnico de grabación que sentía un especial afecto por Murke y sonreía cuando podía regalarle algunos segundos de esos personajes que grababa. En este cuento hay más, pero por ahora, les dejo hasta aquí la historia para que apenas la consigan, la lean calladitos mientras pasan lentamente las páginas. No tiene pierde