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David González Escobar
Columnista

David González Escobar

Publicado

El Dinosaurio

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Mi cédula me delata: nací el 13 de diciembre en Chacao, estado de Miranda, Venezuela. Por algún error humano en la burocracia colombiano quedó así, no quedó que nací Caracas. Una equivocación equivalente a decir que alguien nació en Chapinero, Cundinamarca, Colombia. Así quedé marcado.

Viví allá mis primeros cinco años, desde eso no he vuelto. Hasta a mí se me olvida a ratos que soy venezolano: ya con casi veinte años viviendo en Colombia, con una familia totalmente paisa hasta mis tatarabuelos, sin tener vínculo con personas que todavía vivan allá, los escasos recuerdos de mi vida en Venezuela se sienten como un sueño, como algo que nunca ocurrió. Un sueño no solo por lo lejano y difuso, sino también por la idealización que genera la pintoresca memoria selectiva de un niño: solo quedan recuerdos buenos, felices, de un país que, con mucha ingenuidad, todavía recordamos como un paraíso.

Así, aunque en la práctica lo único que tengo de venezolano es comer arepa rellena al desayuno de vez en cuando, mi estrecho vínculo con ese país hace que para mí sea imposible analizar sus asuntos de forma totalmente racional. Aunque mis recuerdos sobre la vida en Venezuela se asemejan a un sueño, desde pequeño me dejaron muy claro quién era el monstruo que empezó con la pesadilla de la que el país todavía no sale: el chavismo, tan viejo como yo.

Tan marcado quedó Chávez en mi vida que algunos de mis primeros recuerdos son “cacerolazos”: en un balcón de Caracas, con escasos tres o cuatro años, dándole a más no poder a una cacerolita con una cuchara de palo. Feliz, totalmente inmerso en aquella sinfonía cacofónica con mi familia y vecinos, todos haciendo parte de aquel ritual de rechazo. Porque Chávez era el monstruo, porque Chávez nos iba a hacer abandonar el país, porque Chávez iba a acabar con Venezuela...

Mi visión del chavismo, obviamente, ya no es tan infantil, perdí la imagen paradisiaca. Estudiando un poco, puede ser muy fácil afirmar en retrospectiva que la “Venezuela Saudita” de los 50 y 70 jamás iba a aguantar, que el derroche de la bonanza tanto de copeyanos como de adecos algún día iba a pasar factura. Pareciera obvio que un país tan inequitativo y con una economía tan centralizada y dependiente del petróleo no resistiría. Sin embargo, nada de eso le resta importancia a lo que provocó el chavismo: una crisis humanitaria como nunca se había visto en la región, una economía en ruinas, una migración peor que la de un país en guerra. Un país, literalmente, en la miseria.

Reconozco que soy un expatriado privilegiado: otra vez, mi vida en Venezuela parece nada más un sueño lejano. Mi vida continuó, se construyó en otro lado. Mientras tanto, el chavismo, ahora a nombre de Maduro, se perpetúa impune en el poder. Así como les pasaba a los mexicanos con el PRI, a mí me hace total sentido el famosísimo microcuento de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Todo esto para decir que yo, más que cualquier otro, estoy totalmente de acuerdo con la reapertura de las relaciones con mi país de nacimiento: ese distanciamiento era algo con lo que nadie estaba ganando, era un desgaste que, más que beneficios, estaba trayendo sufrimiento. Revivir nuestras relaciones es algo con lo que los dos países tenemos mucho por ganar. Lo único que pido, que no creo que sea demasiado, es que esa reapertura en las relaciones no se haga con tanto cinismo: fotos como la de Benedetti con Maduro, sonriendo y gozando de par en par, sin vergüenza alguna, son una apología al régimen que tanta miseria ha traído, a la dictadura que tantos sueños ha matado.

Ya es suficiente con que El Dinosaurio siga allí, le queda mal al gobierno colombiano comportarse como si lo estuviera celebrando. En Nicaragua o en Venezuela, para colombianos y expatriados, la apología a dictaduras se ve mal. ¿O es que de parte del nuevo gobierno no existe un rechazo? 

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