Un mes de violencia callejera, y lo que nos espera. Un mes en el que ha triunfado la irracionalidad. Periodo donde, como sociedad, nos hemos empecinado en demostrar nuestro irrespeto a la vida, a la sana convivencia, al patrimonio público y a los derechos del otro. El acumulado de errores no solo afecta al aparato productivo, la estabilidad económica y los niveles de miseria, sino que incrementa nuestra pobreza ética y moral y castiga la esperanza. Definitivamente somos más hábiles para destruir que para construir. La pregunta que surge es ¿hasta cuándo?
El punto de partida para su solución es el conocimiento cierto del problema: se considera que al reconocer correctamente el problema tenemos el 80 por ciento de la resolución. En nuestro caso, sin embargo, sabemos del problema, pero nos negamos a reconocerlo, lo cual puede hacer inviable cualquier propuesta de solución.
En pasada columna decía que una crisis, dependiendo de la forma como se gestione, puede generar oportunidades de superación o llevarnos al desastre. La diferencia, escribí, la hace el método y estilo de liderazgo que se acoja. Lo crítico es que en los dos estamos fallando.
Las sociedades se organizan como Estados y establecen diferentes formas de gobierno para liderar y gestionar soluciones a sus necesidades. En la democracia colombiana esperaríamos que el poder público, en acción concertada de sus tres ramas y órganos, fuese efectivo en la interpretación de esta coyuntura y aplicara el liderazgo transformador necesario. Pero tenemos un Ejecutivo desconectado de la realidad, un Legislativo desprestigiado con la atención centrada en los próximos debates electorales y un Judicial contagiado de los mismos males que debe investigar y corregir. En ese ambiente se desenvuelve un gobierno que no se siente y una oposición sin propuestas convincentes. Intentamos sobrevivir en medio de una justicia social injusta y una seguridad pública insegura.
En el método también nos equivocamos. No es en la política del avestruz, ni en la percepción de una sociedad polarizada entre buenos y malos, ni en el populismo con sus cantos de sirena donde podremos encontrar el método correcto. Las fuerzas de la protesta y el gobierno se encuentran en un pugilato mezquino, egoísta e irresponsable, buscando la victoria no en función de la conveniencia nacional sino en el agotamiento del otro. Debemos comprender que el método debe ser la conversación constructiva y consciente de la necesidad del cambio dentro de las posibilidades concretas del país y del momento. Ningún camino por fuera de la institucionalidad nos puede llevar a buen destino.
Entonces, ¿cómo convertir una espiral perversa en una espiral virtuosa?, ¿cómo darle voz a la esperanza?, ¿cómo hacer de la crisis una oportunidad creadora? Ante la impotencia, es necesario darles espacio a nuevos estilos de liderazgo político y social, para que estructuren lo deseable, lo conveniente y lo posible. Pasémosle la posta a la generación de relevo con líderes capaces de generar el cambio. La solución aún es un enigma, pero debe empezar por ahí.
Adenda. Algunos intereses políticos persisten en el peligroso juego de inmiscuir a la Fuerza Pública en el devenir de la política partidista. Grave error. La institución siempre ha estado comprometida con los intereses superiores del país. Ella siempre ha sido parte de la solución y nunca del problema, y cuando oye música, sabe dónde está la orquesta. Así lo espero hoy también