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El fin de la desenvoltura

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Por Beatriz Sarlo

La semana próxima tocará un gran amigo, músico de jazz, en un local de Buenos Aires. Recibo la invitación y durante unos minutos el optimismo me domina, porque lo escucharé en vivo y todo volverá a ser como antes. Pero, enseguida, corrijo mi ilusionado error, porque nada volverá a ser igual. No voy a abrazarlo y casi seguramente nadie irá a comer a una fonda donde, después de la música, se conversa hasta las tres de la madrugada. En primer lugar, porque esa fonda no estará abierta ni admitirá, si lo estuviera, una mesa de ocho o diez comensales que griten sus opiniones.

Y también porque cada uno de nosotros tiene miedo, aunque trate de disimularlo con la calma elegante que se llama desenvoltura, a la que Ernst Jünger le dedicó un ensayo. La desenvoltura, afirma Jünger, es la “inocencia de la fuerza”, un talento difícil de poseer e imposible de imitar. Es una gracia que solo excepcionalmente se combina con la fuerza y, mucho menos, con la conciencia de poseerla. Es una especie de alegre serenidad. Ninguna de las palabras que acabo de escribir son toleradas en el reino de la pandemia.

La desenvoltura es improbable si tengo que estar pensando en las consecuencias de cada uno de mis mínimos gestos. La desenvoltura no puede ser desconfiada, porque la desconfianza le haría perder la espontaneidad, que es su rasgo principal. Es imposible ser, al mismo tiempo, autoconsciente hasta la obsesión y desenvuelto.

Hace muchos años, antes de leer el ensayito de Jünger sobre la desenvoltura, yo admiraba esa gracia sin saber que llevaba tal nombre. En el español del Río de la Plata, el sinónimo con que se nombra a un sujeto desenvuelto es “canchero”; para que no me reten quienes custodian la nueva ortodoxia de una lengua transgénero, debo aclarar que ese adjetivo calificaba a los hombres y solo muy excepcionalmente a las mujeres. Con el tiempo, se fue extendiendo a todas las orientaciones sexuales. Más tarde, me pareció que cool quería decir lo mismo en inglés.

Por alguna razón que los historiadores de la moda podrán explicarme, hasta la lejana década de 1960 la desenvoltura no parecía un atributo de la apariencia femenina ni de su estilo. La prueba está en las fotografías de ropa y modelaje que se encuentran a miles en la web. La mujer podía mostrarse casta o explosiva, elegante como Audrey Hepburn o glacial y perfecta como Grace Kelly, pero no desenvuelta. Marilyn Monroe era atrevida, una cualidad que puede confundirse con desenvoltura. Los actores contemporáneos a esas estrellas fueron bendecidos por la desenvoltura. Pienso en Cary Grant o Frank Sinatra, por ejemplo. El atrevimiento de Marilyn le había costado demasiado. El de Sinatra parece innato.

Casi podría pensarse que la desenvoltura fue una cualidad masculina, o que se apreció solo en los hombres y, de algún modo, se reguló en las mujeres, que debieron recorrer un largo camino para obtener el derecho a la desenvoltura, que es una conquista feminista, como usar pantalones en cualquier circunstancia y no solamente para una situación cuidadosamente definida, como montar a caballo, esquiar o caminar por el campo.

Entre las cualidades que la pandemia ha liquidado, figura en primer lugar la desenvoltura. Si me acerco a un amigo o una amiga se acerca, ambos vacilamos, como si quedáramos una fracción de segundo suspendidos en el gesto acostumbrado, que hoy reemplazamos por los de un nuevo código: pegarse codazos, o golpearse la espalda sin mirarse de frente ni acercarse, o repartir puñetazos inocuos en las costillas. No llamo a esto la nueva normalidad, porque la fórmula me parece un pobre consuelo, ya que perdimos más de lo que ganamos. Lo llamo, en cambio, el fin de los gestos que caracterizaron a viejos y jóvenes hasta hace muy poco. Finalmente, quizá sean mayoría en el planeta las culturas donde la gente no se saludó nunca estrechando la mano o besando la mejilla. Esos dos gestos han sido siempre excepcionales en EE.UU, por ejemplo.

La nueva normalidad es un código de comportamiento que no reemplaza al anterior, sino que propone abandonarlo y arreglarnos para obtener una nueva desenvoltura en esos contactos fugaces que imitan, con sanitaria prudencia, nuestros saludos de antaño. La norma impide tocarse a menos de metro y medio de distancia. La nueva normalidad es una pérdida de lo que conquistaron nuestras abuelas y bisabuelas. Pero habrá que arreglarse con los movimientos modelados no por el estilo, sino por las reglas del distanciamiento. Quizá vayamos superando la aparatosa ejecución de codazos y se inventen formas más graciosas de propinar leves puñetazos a nuestros conocidos cuando los saludemos. Quizá los hombres repitan la leve reverencia, apenas una inclinación, con que se acompañaba, sin más contacto, el saludo a una dama.

No hay que impacientarse. Las reglas sociales de la pandemia a lo mejor introducen nuevas formas de la desenvoltura o reciclen viejos gestos. Y un día cualquiera nos encontremos juzgando la gracia puesta en la ejecución del codazo o en el choque de dos puños cerrados

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