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El invierno de la incertidumbre

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Por Enric González

Volviendo al famoso trabalenguas de Donald Rumsfeld, empezamos a saber cuántas cosas no sabemos. Es un avance. Hace algún tiempo, no mucho, ni siquiera sabíamos todo lo que no sabíamos.

Al principio de la pandemia, a nadie se le ocurrió que el desastre sanitario podía conllevar un brote de inflación. Cuando creíamos que lo peor de la pandemia había pasado y la economía empezó a desperezarse tras los confinamientos y la parálisis, asistimos a un repunte de los precios que la mayoría de los economistas explicaron de forma tranquilizadora: era un fenómeno transitorio, provocado por la subida brutal de los combustibles (otra cosa imprevista dos años atrás) y los embotellamientos en la cadena mundial de distribución. Todo iba a normalizarse en pocos meses.

Hace cosa de medio año, la variante delta del covid-19 nos permitió verificar una hipótesis: el virus, como suponían muchos científicos, posee una vigorosa capacidad de mutación. Ahora, la variante ómicron confirma lo ya confirmado. En efecto, el virus es recalcitrante. Lo cual abre nuevas incertidumbres. ¿Tendremos que convivir indefinidamente con la enfermedad? ¿Volveremos en enero a los días más oscuros? Hay muchas cosas que ignoramos sobre ómicron. Pero al menos sabemos que no las sabemos.

La inflación casi benigna que nos anunciaron ya no parece tan benigna. En su último comunicado, la Reserva Federal de Estados Unidos dejó de calificar el fenómeno como “transitorio” o “temporal”. Lo cual no significa que sea lo contrario. Significa, simplemente, que no se sabe qué va a pasar. De momento, la cosa no es grave. Las economías occidentales están creciendo (el alza de la producción casi compensa el alza de los precios) y en Asia apenas se percibe inflación.

Alguien dijo que la incertidumbre es una forma de esperanza. Tengámosla. Porque si la inflación persiste, aparece otra cosa que no sabemos: cómo combatirla. Las recetas monetaristas clásicas, basadas en la restricción del dinero circulante, resultan difícilmente aplicables en un mundo inundado de dólares y euros. Y ningún banquero central quiere enfrentarse a una disyuntiva del tipo “la bolsa o la vida”. O sea, la obligación de elegir entre frenar de algún modo la inflación, dañando los márgenes de la recuperación pospandémica, o dejar volar los precios y esperar a ver qué pasa. En el peor de los casos, podría darse de nuevo la desagradable combinación de hace medio siglo: inflación alta y crecimiento escaso. Lo que llamamos “estanflación”, la crisis que en los años setenta del siglo pasado acabó con el consenso socialdemócrata forjado en la posguerra y alumbró el neoliberalismo. ¿Ocurrirá algo parecido? No sabemos.

Realmente, no sabemos siquiera con qué cara saldremos de las próximas fiestas. Inflación y ómicron proporcionan cantidades enormes de incógnitas. Tanto la inflación como el virus son capaces de mutar y plantear problemas que ahora mismo no imaginamos: cosas que aún no sabemos que no sabemos.

Este es el invierno de la incertidumbre. Mala época para hacer planes 

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