* Director de Comfama.
Querido Gabriel,
Si te digo que no tengo miedo a la muerte, es porque temo morir. Si argumento que estoy listo para irme en cualquier momento, es porque, en efecto, no lo estoy. Cuando muere alguien cercano se me vienen a la memoria mis más queridos muertos, que, por supuesto, se acumulan con los años. Algo de belleza hay en el dolor de sobrevivir a los padres y a los amigos; al fin y al cabo, parece que nuestra función como especie es celebrar la Vida, con mayúscula. Sin embargo, también es cierto que genera algo de sentimiento de culpa este privilegio, esta casualidad estadística, esta suerte inmerecida.
Aún no soy capaz de conjurar el miedo a la muerte, no he llegado a ese nivel de refinación espiritual y filosófica. Sin embargo, tan seguro como el sol en las mañanas, moriremos, moriré, morirás. ¿Hablamos de la muerte que nos acompaña y que, paradójicamente, nos endulza la vida si la afrontamos con lo que Octavio Paz llamó “el olvidado asombro de estar vivos”? ¿Conversamos de memento mori, esa expresión estoica fuente de humildad y reverencia por la existencia?
Somos frágiles, lo sabemos, pero lo negamos casi todo el tiempo, a pesar de la evidencia. Por ejemplo, te puede pasar como a mí, que en una mañana de abril beses a alguien como besé yo a mi padre para desearnos un buen día y luego descubras que era una despedida. Podríamos morir mañana, esta noche, en cualquier momento. ¿Fue Juvenal el que escribió acaso que Alejandro Magno parecía no caber en el mundo y, de pronto, aún muy joven, cupo perfectamente en su ataúd?
Por otro lado, quienes vinculan su destino a la equivocada idea de la vida sin límites se niegan a reconocer esta fragilidad y terminan pasando una mala vida. Hannah Arendt, en su texto El concepto del amor en San Agustín, habla de “la ilusión de la permanencia”. “En el miedo a la muerte”, advierte, “terminamos temiendo a la vida misma”.
Vivir bien vale el esfuerzo, porque así como hay oscuridad, habrá momentos de luz, milagros que todo lo justifican. He pensado últimamente en las personas que se quitan la vida y en que los estoicos llamaban al suicidio “la puerta abierta”. Para ellos, suicidarse era, claramente, un derecho, una alternativa. Pero no lo recomendaban, era el último recurso del honor o del dolor, una rendición, casi siempre una decisión equivocada. La vida, invariable y constantemente, ofrece posibilidades para ser disfrutada, solo debemos aprender, con paciencia, a mirarla, a oírla, a sentirla.
Hablemos sobre la muerte precisamente esta semana que partió Amparo, la madre de los queridos hermanos Mosquera. Aspiremos a una muerte amorosa y serena como la suya y provoquemos la tertulia con la carta de despedida de Juan, el poeta de la familia: “Claro que su mirada conoció la tristeza y la melancolía, pero que no se dude que también vivió entera la alegría. Juntar contradicciones, dudas y certezas es a lo que llaman vida”