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David Escobar Arango
Columnista

David Escobar Arango

Publicado

El profesor de Sábato

Querido Gabriel,

En uno de sus ensayos, Ernesto Sábato relata un encuentro, décadas después de graduarse, con su antiguo profesor del colegio, Pedro Henríquez Ureña. Este humanista dominicano había tenido, probablemente, mucho que ver con su vocación por la literatura. Incluso lo había apoyado alguna vez, cuando Sábato regresó a Argentina despúes de su trabajo en el Instituto Curie, recomendando uno de sus textos para la legendaria revista Sur. Este gesto los había acercado de nuevo, ya no como estudiante y maestro, sino como intelectuales; seguramente, se habían hecho amigos.

“Llevaba como entonces su portafolio lleno de deberes corregidos, paciente y honradamente. ‘¿Por qué pierde tiempo en eso?’, le dije alguna vez, apenado al ver cómo pasaba sus años en tareas inferiores. Me miró con suave sonrisa, y su reconvención llegó con pausada y levísima ironía: ‘Porque entre ellos puede haber un futuro escritor’”.

Al reclamarle por esa “pérdida de tiempo” de seguir dando clases en secundaria y dedicar largas horas a revisar trabajos, el maestro señala lo esencial, el valor ético del acto educativo, la esperanza invencible que hay detrás del esfuerzo que implica pretender formar un espíritu. Un solo estudiante que encuentre su vocación, que deje una huella, pequeña o grande, en el mundo, hará que valga la pena una vida entera de docencia.

El acto de enseñar y la tarea de escribir se parecen mucho. Tal vez por aquello de que enseñar, etimológicamente, quiere decir señalar hacia, orientar. Pensé en eso hace poco porque un amigo decidió dejar de escribir su columna, señalando la dificultad de decir algo nuevo y lo infructuoso de la labor. Su reflexión me hizo preguntarme por estas cartas, por el valor de los trasnochos, las madrugadas y los paréntesis que por ellas abro en mis pocos momentos de silencio y soledad. Pensé en lo insatisfecho que quedo a veces con algunas de ellas, en la vergüenza con los contertulios por las fallas del escritor amateur y en el tono, quizá ingenuamente optimista, que no puedo abandonar.

¿Por qué escribo?, se pregunta Orwell en uno de sus más célebres textos. Plantea cuatro razones posibles para esta tarea que es, al menos aparentemente, tan ingrata como la docencia. La primera es puro egoísmo, la búsqueda de fama y de gloria. La segunda, un poco más noble, el entusiasmo estético. La tercera, tan humana como la especie, el impulso histórico, el deseo de dejar un testimonio. La cuarta, finalmente, muy afín al autor, es tener un propósito político, el deseo de “impulsar el mundo en cierta dirección”.

Hagamos una tertulia y preguntemos qué moviliza a nuestros amigos escritores. En mi caso, lo confieso, estoy entre la cuarta razón de Orwell y el principio moral de Henriquez Ureña. Cambiar el mundo es una ambición excesiva, uno a duras penas se cambia a sí mismo. Pero tocar un alma por un instante, producir una sonrisa, sembrar una duda o una chispa de esperanza, eso quizá sí esté a nuestro modesto alcance. Inspiremos nuestra conversación con esta frase de la pianista Teresita Gómez, desde la sabiduría de los años: “La intención con la que toco es llegarle a la gente como una muestra de amor, estamos tan necesitados de amor. Antes yo decía que tocaba el piano para que me quisieran, ahora lo toco porque quiero a la gente” 

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