Al volver de vacaciones es oportuno seguir el consejo de Santa Teresa a sus monjas en el Libro de las Fundaciones (cap. 29, n.° 32): “Procuren ir comenzando siempre de bien en mejor”. Es el secreto de la perseverancia, el secreto del éxito, de la perfección.
Es difícil volver a empezar. Porque uno se siente frenado por la inercia, como si una rémora le detuviera el rumbo, como si la vida siguiera anclada en el descanso. Es un panorama de desencanto. A no ser que se tome el reto con sentido de novedad, dispuestos a recobrar energías. Una actitud que no debería ser simplemente postvacacional, sino una norma constante de conducta. La vida es eso: ir comenzando cada día.
Lo bello de la existencia es que, como el ave Fénix, ella renace a cada instante sobre las cenizas del pasado. Por eso son tan deliciosamente estremecedores la luz y el aroma del amanecer. Porque sobre el fuego quemado de un ayer irrecuperable, se levanta con el alba el presente, única realidad que tenemos entre manos y que, si se vive con entusiasmo, es la única manera de espantar los fantasmas del vivir marchito y el espejismo de los sueños imposibles.
La perfección, tanto en el campo espiritual como en el simple plano de la realización humana, y así lo enseña Santa Teresa, no es la angustiosa y angustiante esquizofrenia del perfeccionismo, sino la humilde aceptación de la condición humana. Eso es el ascetismo. No se trata de mortificaciones, renuncias y cilicios, sino de sacar adelante, en medio de la “miseria” (palabra tan teresiana) del ser humano, la empresa de la perfección, que para la santa española no es otra cosa que la redención de la miseria por la “misericordia”, término este también de tan alto significado en sus obras.
Comenzar cada día es dejarse penetrar del aire de novedad, de innovación, de renovación que es cada paso que se da en la vida. Es imposible caminar arrastrando un costal de nostalgias y frustraciones en el que se va echando el pasado. Solo avanza quien anda ligero de equipaje. A mayor madurez, mayor desnudez.
No es fácil, por supuesto. Hay que despojarse de pretensiones, de orgullos, de ambiciones. De amores imposibles, de odios, de rencores. Hay que tener una gran capacidad de olvido. De perdón. Hay que purificar la memoria con la esperanza, virtud que mira al futuro, como lo enseñó el otro gran místico carmelita, san Juan de la Cruz.
En fin, si buscamos la serenidad, el humilde gozo de la “imperfecta perfección” a la que podemos llegar en este mundo, aceptemos que vivir es ir comenzando siempre. De bien en mejor