Los solos relatos estremecedores conocidos en los últimos días de los secuestradores de soldados y policías cautivos y encerrados en los campos de concentración de la guerrilla, y luego premiados con órganos especiales de justicia propia y curules regaladas en el Congreso –que la ingenuidad y debilidad de los ganadores del plebiscito sobre el proceso habanero no supieron frenar–, darían para repensar si fue más malo que bueno lo que se firmó con las Farc en La Habana. Queda un sabor amargo de tantas concesiones otorgadas a los subversivos y lo poco que las víctimas han recibido de ellos. Las normas éticas que se violaron para llegar a un acuerdo con quienes pisotearon las más elementales normas de dignidad humana con los secuestrados, amarrados a los árboles, comiendo de sus propios excrementos, completarían el expediente para escribir una novela de horror. De esas que relatan los campos de concentración de los nazis y las mazmorras estalinistas.
Posiblemente ya no se puede corregir nada. La misma comunidad internacional, que poco conoce la realidad de la tragedia colombiana, apoyó los resultados del proceso, así no haya sido tan generosa en los dineros que anunció para financiarlo. Con declaraciones almibaradas engolosinaron a Santos. Pero la desilusión colombiana crece a medida que se conocen las revelaciones que ante la JEP han manifestado víctimas y victimarios. Levantada la enjalma aparecieron las peladuras.
¿Ignoró Santos lo débil que estaban las Farc para no haber logrado un acuerdo de paz digno para el Estado, respetable para sus ciudadanos y con garantías para víctimas y victimarios? ¿No se percató de que negociaba con una guerrilla, si bien altanera, disminuida? Sostiene el politólogo de izquierda Eduardo Pizarro lo débiles que estaban las Farc con las muertes de Raúl Reyes, de Tirofijo, de Iván Ríos, lo que “condujo a una crisis de liderazgo que las Farc nunca pudieron superar”.
Pero la obra de Santos no se quedó allí. Siguió haciendo sus pilatunas, cubierto por un teflón que tapa sus llagas. Su marrulla difícilmente tiene pares en la historia de los últimos presidentes colombianos. Negó a través de sus abogados, que no obraban por cuenta propia, que Eleuberto Martorelli, presidente de Odebrecht para Colombia, lo hubiera visitado en Palacio. Revela la revista Semana que cuando Santos aspiraba a su reelección, el “connotado” empresario carioca estuvo nueve horas en la casa presidencial. En nueve horas tuvieron tiempo de sobra para agotar cualquier agenda y cualquier alegre cotilleo. Dudamos que los temas hubieran girado solo en torno a los encantos de la samba y del fútbol cariocas.
Semana insiste en sus revelaciones: “Martorelli entre abril del 2013 y marzo del 2016, entró 15 veces a diferentes despachos presidenciales”. Era un asiduo visitante. Pero como cosa curiosa, si bien hay registro de sus entradas, no lo hay de sus salidas. ¿Por dónde salía? ¿Y con qué promesas o documentos lo hacía, obligándolo a ocultar su partida?
Los colombianos siguen preguntándose, frente a tantos silencios del Nobel de la Paz: ¿cuándo se le derretirá el teflón? ¿Le servirá esta semana de reflexión para decir por fin alguna verdad?