Mucho revuelo generó la misiva dirigida el lunes por el Fiscal General al presidente de la República, por medio de la cual le manifiesta algunas preocupaciones sobre el proyecto de ley estatutaria de la Administración de Justicia en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y le sugiere que no lo sancione. Los aspectos allí destacados son cuatro: beneficios para reinsertados traficantes de droga; reincidencia de estos en relación con esa actividad, homicidio y secuestro; suspensión de investigaciones en delitos relacionados con el conflicto; y, en fin, la impunidad para autores de crímenes de guerra que no sean máximos responsables.
Esa comunicación, no surgida de la nada, se apuntala en conocidas posturas antes defendidas por ese funcionario en otros escenarios; sin embargo, ahora lo novedoso es el momento en el cual se confecciona y el innegable efecto político buscado cuando, desde todos los sectores de opinión, se reclama su renuncia a raíz de su vergonzoso actuar en el escándalo de Odebrecht. Sin duda, él quiere posar de salvador de la patria, relegitimarse y lavar su sucia imagen. Pero, más allá de la negativa figura de ese servidor, es evidente que los aspectos planteados en el comunicado -y no solo ellos- generan hondo desasosiego porque el diseño contenido en esa normativa y en todas las que lo acompañan, es desigual, injusto e incoherente.
Ese entramado legislativo, recuérdese, fue edificado en torno a lo que se llamó un “acuerdo” (en realidad un contrato de adhesión) impuesto al país a espaldas de la voluntad mayoritaria, expresada en el mal llamado plebiscito de dos de octubre de 2016, después de darle un pedestre y afrentoso golpe de mano a la Constitución. Así las cosas, por más bendiciones que haya recibido el ordenamiento farciano por parte de jueces genuflexos y políticos infectos, la verdad es que él es ilegítimo e inconveniente; incluso cuando, so pretexto de introducir la llamada “justicia transicional”, la impunidad o las sanciones más bufas se reservan para los crímenes más atroces.
En ese contexto, entonces, no debería sorprender que el proyecto de ley debatido fuese objetado y, como producto de un buen ejercicio académico, se buscara reabrir el debate ante el actual Congreso, para el logro de mejores herramientas jurídicas que ayudaran a aclimatar la tan anhelada paz. Máxime si hay algo que parece indiscutible: el primer mandatario es autónomo porque dentro del ámbito de sus competencias constitucionales quedan blindados los dos últimos pasos del proceso legislativo -la sanción y la promulgación del texto legal-; además, con su hipotético proceder, no se derrumbaría el país, se finiquitaría el llamado proceso de paz, o la JEP dejaría de funcionar, como dicen tantos volátiles de mal agüero.
Por eso, pues, sobran los calificativos amañados de los “constitucionalistas” de moda (alguno, incluso, ha tornado en heredera de Solón a una modesta congresista, por un insignificante trino que se le dictó para colgar en una red), los epítetos toscos, las amenazas y las coacciones para quienes piensan distinto. Que cesen, entonces, los alaridos de quienes hoy se desgarran las vestiduras para defender la Constitución que ellos mismos ayudaron a demoler y, otra vez, nos quieran obligar a escuchar los cínicos discursos sobre el fin del mundo o una nueva ingesta de sapos. Lo que sí está en juego, adviértase, es el futuro del país y no solo el de algunos; esos que, a estas horas, ni siquiera se han arrepentido de sus horripilantes crímenes ni tampoco han pensado en disculparse con la sociedad entera. Por ello, se impone un debate franco, democrático y abierto, que conduzca estos procesos por mejores senderos.
Ahora bien, sin desconocer la importancia del debate, parece evidente que en el actual estado de cosas el asunto queda reducido a un último coletazo de un fracaso anunciado, por lo cual la posible objeción del proyecto de ley se parece a la pelea de don Quijote con los molinos de viento.