Me paro en esta esquina del tiempo que es el primer mes del año y olfateo casi hasta el dolor los aromas de fugacidad que quedan en el aire tras el fin del año viejo.
Me gusta este olor a incienso quemado y a cera de cirio derretido que deja la fugacidad de la vida y del tiempo. Tal vez, husmeando como un perro acezante, pueda el ser humano rastrear el aroma de la eternidad.
El primero de enero fue, siempre es, el “el 32 de diciembre”, como titula el escritor español José María Cabodevilla (1928-2003) su libro sobre la muerte, leído ya en la lejana juventud. Porque, curiosamente, uno lee de joven los libros sobre el morir ya que de viejo es una amenaza demasiado evidente. El 32 de diciembre es el primer día de la eternidad, no como negación del tiempo, sino como su plenitud.
A muchos los asusta el tema de la eternidad porque irremediablemente se supone que conlleva el pensamiento de la muerte. No necesariamente. La eternidad (sea el cielo de los que creemos, sea la nada de los increyentes) no es lo contrario del tiempo y del espacio, sino otra dimensión en la que todo lo que ha sido y hemos sido adquiere plenificación.
Hablar en enero de la muerte es casi un mal pensamiento. Es algo que a casi todos nos incomoda y que habría que espantar con la mano, como quien da manotadas contra un moscardón impertinente. Es la natural rebeldía contra un aspecto esencial de la condición humana.
Recuerdo unos versos consoladores de Dámaso Alonso (1898-1990): “Ay, sólo después supe / —¿es que me respondías?— / que no era en tu poder quitar la muerte / a lo que vive: / ay, ni tú mismo harías que la belleza humana / fuese una viva flor sin su fruto: la muerte. / Pero yo era ignorante, tenía sueño, no sabía / que la muerte es el único pórtico de tu inmortalidad”.
Recito, también, en este mes de enero, para empezar el año, un soneto de Quevedo (1580-1645), que es casi (o sin casi) una oración. Dice así:
“«¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde? / ¡Aquí de los antaños que he vivido! / La Fortuna mis tiempos ha mordido; / las Horas mi locura las esconde. / ¡Que sin poder saber cómo ni a dónde / la salud y la edad hayan huido! / Falta la vida, asiste lo vivido, / y no hay calamidad que no me ronde. / Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado. / En el hoy y mañana y ayer, junto / pañales y mortaja, y he quedado / presentes sucesiones de difunto”.
Eso sentí y viví, en la tarde invernosa y fría de primer día del primer mes de 2022. Que no fue exactamente el primero de enero, sino el 32 de diciembre. El primer día de la eternidad