Por Fernando Velásquez V.
Terminan cuatro años de un gobierno estadounidense arrogante, bravucón, insultante, paranoide, xenófobo, patán y mediocre, que dejó muy mal parado a ese país ante el concierto de las naciones; un régimen populachero, que hizo tambalear las sólidas instituciones democráticas de la nación más poderosa del planeta. Desde luego, la defensa de los supuestos intereses nacionales y el alegado fraude electoral son apenas dos de los argumentos que Donald John Trump exhibió para tratar de perpetuarse en el poder, mediante el despliegue de un sinnúmero de artilugios desestabilizadores que concluyeron de forma inesperada –el pasado seis de enero–, con la vergonzosa toma del recinto del Capitolio en Washington que generó un saldo de varios muertos y decenas de heridos. Era la última gran jugada para impedir que el órgano legislativo certificara los resultados electorales, mediante los cuales fue elegido de forma legítima Joseph Robinette Biden como el cuadragésimo sexto presidente.
El asunto fue de tales proporciones que los propios dueños de las redes sociales le impidieran al golpista su uso, aunque esa medida la han debido tomar desde hace mucho tiempo cuando el nefasto personaje las empezó a utilizar para ridiculizar a sus oponentes, hacer montajes macabros, maltratar a quien le vino en gana, coartar la libertad de expresión y hacer añicos la democracia. Sin embargo, ellos como buenos cómplices se quedaron en silencio y esperaron hasta su caída para amordazarlo –¡cosa que no han anunciado contra otros sublevados y seguidores!– y lavarse las manos de forma olímpica; esos comerciantes cicateros, pues, también juegan y se articulan con el poderoso de turno y solo actúan cuando no peligran sus intereses. Es la nefasta doble moral con la cual se fortalecen y que a otros sirve para atornillarse al poder.
Desde luego, en contra de lo que muchos predican, el enorme caos actual no termina con la deslucida salida de la Casa Blanca del aciago expresidente porque éste, quiérase o no, representa a setenta y cuatro millones de electores, muchos de los cuales todavía creen en él; es más, todo indica que los cerca de mil grupos de milicianos violentos –afincados a lo largo y ancho del país– continuarán su tarea destructora y polarizadora. Habrá, pues, muchas más manifestaciones, notable descontento y, por supuesto, la ilusa idea del fraude seguirá paseándose como un fantasma por doquier. Como es obvio, la justicia penal tendrá que continuar su accionar –que ya ha mostrado sus primeros resultados con decenas de capturas– con celeridad y eficiencia para poner tras las rejas, juzgar y condenar a todos los criminales insurrectos; el propio Trump tiene ahora que enfrentar un difícil juicio político (Constitución, Art. II, sección 4ª). ¡Y, por supuesto, en este contexto es inadmisible indultar a un salteador de su calaña y permitirle gozar de impunidad en relación con sus crímenes!
Pero las muestras de decadencia no terminan aquí ni con el harakiri del Partido Republicano, que apadrinó esta perversa aventura; también, para mostrar que la crisis es de todo el sistema político, ello se refleja en la administración demócrata encabezada por un hombre que –si bien estuvo durante las últimas décadas en el corazón del poder– no es un gran líder ni es la figura llamada a unir a un pueblo maltrecho; a ello súmese la inexperiencia política de la vicepresidenta –la exfiscal Kamala Devi Harris– que, no obstante, se granjea afectos por su capacidad de liderazgo. Falta, pues, un capitán experto que con pulso firme guíe el timón cuando la tormenta, la debilidad y la decadencia arrecian en los planos social, económico, político e internacional.
Este es, pues, el momento para que emerjan los más brillantes conductores de esa nación y hagan de ella lo que siempre debió ser: una organización social que luche por la paz y la democracia allí y en todo el orbe; no un Estado bárbaro que siembre el dolor en todos los confines