Por veinte años fui rector en la Institución Educativa Benjamín Herrera de Medellín. Llegué allí a comienzos de 1991, el momento más álgido de la violencia del narcotráfico. Era “Barrio Antioquia” el lugar donde con más crueldad podía sentirse el pulso de este flagelo, por su ubicación, al final de la pista del que fuera el único aeropuerto de la ciudad. Es explicable la forma ágil como el negocio, inicialmente de la marihuana, y luego de la cocaína, abrió allí sus tentáculos. Entre 1991 y 1993, me asesinaron un promedio de ocho estudiantes por año, sin contar a quienes desertaban de la escolaridad para entregarse de tiempo completo a la barbarie. En la puerta del colegio recogí estudiantes muertos. A la rectoría entraban, lívidos, buscando...