Por david e. santos gómez
La imagen, poderosa y simbólica, era esperada por Londres hace años. Una mujer, cuidadosa de todas las formas, recibió la bandera del Reino Unido que acaba de bajar de su asta de la sede de la Unión Europea en Bruselas. La Union Jack fue doblada meticulosamente y abandonó, para siempre, los pasillos del organismo. La isla y el continente consumaban por fin su divorcio luego de histerias y negociaciones y malas caras. El Brexit estaba hecho.
Lo que inició en 2016 como un mal cálculo político del entonces primer ministro británico David Cameron terminó por ser un certero disparo al cuerpo de la Unión que ve así, incrédula, como después de tantas décadas de construcción colectiva se va por la puerta trasera uno de sus principales sostenes, pero también uno de sus integrantes más críticos.
Aún en sus momentos más europeístas, el Reino Unido exigió sus propias reglas para pertenecer al bloque. No quiso, en 1985, firmar el Acuerdo de Schengen que difuminaba límites nacionales ni, mucho menos, adoptó el Euro como moneda. En ambos casos se cerró en sus particularidades y prefirió mantener el control de sus propias fronteras y seguir con la libra esterlina.
El cierre del siglo XX y el inicio del XXI están plagados de ejemplos de tire y afloje entre las partes en los que unos temían perder su autonomía económica y social y los otros exigían un mayor compromiso común. Francia y Alemania, como convencidos de Europa, tiraban la carreta integradora mientras el Reino Unido amenazaba cada tanto con su partida definitiva para sacar beneficios exclusivos.
Sin embargo, la amenaza de separación de una de sus partes más significativas se antojaba tan catastrófica que nunca fue tomada en serio. Ni siquiera en la mañana del referendo del Brexit, el 23 de junio de 2016, Europa creía que la pérdida pudiera darse. Muchos en la isla tampoco. Pero sucedió. El 51 por ciento de los votantes ordenaron abandonar el bloque.
Tres años y medio después, el Brexit es aún el centro de toda la política europea. El continente empezará la vida sin su integrante más rebelde y el Reino Unido, como en una voltereta del destino, tendrá que afrontar ahora los bríos independentistas de sus miembros. Escocia e Irlanda del Norte quieren dar la pelea de sus propias libertades.