Leí en el muro de un amigo una cita de Serrat: “la vida te la dan, pero no te la regalan”, es prestada y con fecha de caducidad. La cita me dejó pensando. Es verdad, la vida pasa sin importar lo que hagamos, si nos movemos o si paramos. Si hacemos parte de ese cotidiano frenesí que, sin avisar, nos habita o si aprendemos a esperar.
Y es que la espera se practica, pero cuesta y duele, angustia, tal vez hasta agobia. Entender que no podemos “chancletear” al universo cuesta, vivimos engañados por nuestro ego, nos creemos seres especiales. Y sí, lo somos, exactamente como todos y cada uno de los demás.
Parece, entonces, que esperar es cuestión de sentido común, una obviedad de la vida, algo natural, invariable, incontrovertible. Realmente no lo sé, pero algo intuyo; por múltiples razones, creo en el ser humano, en su razón y en su capacidad de adaptarse: si me lo preguntan, respondo que la vida en sí es una especie de entrenamiento, un permanente aprendizaje.
En Siddartha, el libro de Herman Hesse, Siddartha, el personaje protagonista de la historia, dice varias veces, ante la pregunta de cuáles son sus talentos, que sabe pensar, ayunar y esperar. Tres cosas que aprendió durante su travesía, que experimentó y sufrió, que cuando creyó dominadas perdió durante años y que al final fueron la únicas capaces de liberarlo, ¿tendremos nosotros el mismo destino?
Esperar puede ser también saber morir y ver morir a los que amamos, acompañar en el ocaso, recibir con naturalidad el final de los días, dejar de lado la precaución y planeación excesivas, escapar de la ansiedad y de esa absurda tendencia humana de vivir en el futuro despreciando el presente.
Esperar es, por lo tanto como dice el latín, sperare, esperanza, esa extraña cualidad de imaginar un futuro y creer con certeza que sucederá, probablemente, que será mejor que el presente. Sin embargo, por otro lado, la esperanza también es una maldición, la de la ilusión eterna, la de la ansiedad permanente, la de no ser capaz de rendirse, la del sufrimiento.
Repito, pues, que creo en la razón y en la capacidad de adaptación humanas, confío en que la espera también deja margen de maniobra, la espera ralentiza y expone nuestro lado vulnerable, puede hacernos más humanos, se puede gozar y, además, atesora recompensas, que, como el trabajo de la tierra, si se le agrega una pequeña porción de paciencia y cuidado, permite ver, en su momento, los progresos de la semilla, el endurecimiento del tallo, el crecimiento de las hojas y la maduración del fruto.
Esperar puede ser sanador, tranquilizador, puede llevarnos al fin del afán, al ritmo de la contemplación, al punto de llegada, a entender y valorar el tránsito normal de la vida, a morir, que, como dice el poeta indígena Hugo Jamioy: es irse a esculpir la luz de las estrellas