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Etiquetar al enemigo común

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Por Olivia Muñoz–Rojas *

Cada época, incluso cada década, tiene su manera de etiquetar al enemigo común: esa parte de la sociedad que en el imaginario dominante está del lado equivocado y a la que hay que combatir. Si nos ceñimos estrictamente a este siglo, en su primera década, tras los atentados del 11-S, la figura del enemigo común la encarnaban los terroristas islámicos y, en algunos países, los musulmanes, en general. En la siguiente, tras la Gran Recesión de 2008, esta figura la representaron los populistas que se movilizaban contra un sistema económico y político que consideraban corrupto. En esta década, cuyo inicio está marcado por la pandemia de la covid, parece más y más evidente que la figura del enemigo común la personifican los complotistas y los antivacunas que cuestionan el origen accidental de la pandemia y las buenas intenciones de los laboratorios y los gobiernos con sus políticas restrictivas y de vacunación masiva.

No es que los enemigos comunes forjados en las décadas anteriores hayan desaparecido; simplemente, surgen nuevas encarnaciones de esta figura. Tampoco la analogía entre estas tres etiquetas —terrorista, populista y complotista— es perfecta, pero sí demuestra lo que muchos pensadores críticos explican desde hace tiempo: la creciente necesidad de las sociedades democráticas de fraguar otro que supuestamente amenaza la seguridad, prosperidad y bienestar del cuerpo social. Se busca reforzar el sentimiento de pertenencia del grupo dominante y el consenso sin fisuras en torno a ciertas ideas promovidas desde quienes ejercen el poder. Para los individuos, las comunidades o las ideas que reciben este etiquetaje, las consecuencias son la estigmatización y con frecuencia la discriminación y el ostracismo.

No siempre es sencillo distinguir entre la mera crítica hacia una creencia y el prejuicio hacia quien la practica o a quien se le atribuye por su apariencia. Pero la distinción es importante, pues, desde la perspectiva de la libertad de expresión, no se trata de proteger a determinadas creencias o ideas de la crítica argumentada, sino a los individuos que las profesan o defienden de ataques o vejaciones que van más allá de esta.

Al mismo tiempo, desde el momento en que un conjunto de creencias o ideas es, sistemáticamente, tachado por la mayoría de representantes públicos y medios de comunicación de errado o nocivo para la sociedad, resulta difícil, si no imposible, para quienes lo defienden, participar del debate público en igualdad de condiciones.

La historia de las ideas, especialmente las científicas, demuestra que algunas de las que se consideraron erradas en el pasado resultaron más adelante acertadas y, a la inversa, aquellas que dominaban en un determinado momento resultaron descaminadas a la luz de nuevas evidencias

* Doctora en Sociología por la London School of Economics.

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