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Sara Jaramillo Klinkert
Columnista

Sara Jaramillo Klinkert

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Gusanos auditivos

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Lo malo de haber recibido tantas clases de crítica literaria es que ahora, además de leer, corrijo hasta las instrucciones de uso de la crema dental. Últimamente, cuando oigo música, aíslo la letra con el fin de analizarla y, como consecuencia de ello, son muchas las canciones que se me han caído del pedestal. Por ejemplo, llevo más de veinte años cantando con gusto: «... quisiera ser un pez, para tocar mi nariz en tu pecera y hacer burbujas de amor por donde quiera, oh-oh-oh, pasar la noche en vela, mojado en ti...», pero solo hasta hace poco caí en cuenta del nivel de cursilería de la letra. Te perdono, Juan Luis Guerra.

La semana pasada tuve una sobredosis de villancicos a todo volumen mientras hacía una fila infinita en el supermercado. Tutaina tuturumá, tutaina tuturumainá. De regreso a casa mi cerebro seguía tatareándolos en contra de mi voluntad. A la nanita nana, nanita nana, nanita ea. Estaba claro que había adquirido un gusano musical o auditivo. Antón piruliruliru, antón pirulirulá. El término no me lo inventé yo, surgió de investigaciones neurológicas realizadas a principios del milenio que lograron demostrar que estos gusanos atacan principalmente a la mujeres y a personas jóvenes. El contagio ocurre tras oír repetidas veces canciones con características como la repetición, la simplicidad y los cambios de ritmo inesperados, con un compás irregular. Elementos todos presentes en los villancicos. La buena noticia es que según la Universidad de Reading, la cura es sencilla y barata: masticar chicle.

Aclaro que a mí sí me gusta la navidad. Preparo buñuelos, natilla y hojuelas. Desde que tengo gatos me rendí con el árbol, pero pongo lucecitas, compro regalos y asisto a fiestas. Las novenas nunca me han gustado y solo ahora entiendo la razón. ¡Los gusanos me atacan! Más por mujer que por joven, pero me atacan. Y si a eso le sumamos una pequeña dosis de crítica literaria les digo que no hay ni un solo villancico que se salve: «Hacia Belén va una burra rin rin, yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo quité» o «Si me ven, si me ven, voy camino de Belén, tuki, tuki, tuki, tuki, tuki, tuki, tukita» En serio, ¿qué estamos oyendo? Ni sigamos con los peces que beben en el río ni con el tamborilero porque el ropopompom me pone los nervios de punta. Lo avala la psicóloga Linda Blair quien hace un par de años declaró que los villancicos pueden dejar secuelas de estrés y ansiedad. ¿Adivinen quiénes, según ella, son los más afectados? Los empleados de las tiendas que, obligatoriamente, tienen que oírlos un mes entero.

Hace poco en una fiesta, amenacé con irme apenas pusieron villancicos. El anfitrión aceptó cambiar la música, fue tarde cuando me di me cuenta de mi error. ¡Remplazó los villancicos por reguetón! De repente, en mi cerebro, el tutainatuturumá y el ropopompom convivía con el perrea mami perrea y me encanta verte desnudita (...) en la ducha mojaíta.

Por favor, que alguien me mande un camionado de chicles..

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