Hace 20 años recibí una noticia que para mis 14 años de ese momento, resultaba trágica: una rara enfermedad genética afectaba mi movilidad y muy seguramente, en pocos años, me llevaría a usar silla de ruedas. Después de unos días de mucha angustia, de años de trabajo incesante y comprometido pero compartido en familia y con mis amigos, hoy puedo decir, 20 años después, que aunque el pronóstico de la silla de ruedas se cumplió 4 años más tardes, no ha habido ninguna tragedia. ¡Y lo digo muy en serio!
Escribir esta columna me surgió en una sala de espera (y no estaba en la EPS), llegó a mis manos la revista de Comfama, donde leí el editorial escrito por su director, David Escobar, (columnista de este diario y con quien tengo una buena relación profesional hace unos años). En el texto el autor hablaba de la importancia de los hábitos. Lo cual ha sido mi clave para “ hacerle el quite a la tragedia” durante estos 20 años.
El primer hábito generado fue el de evitar las palabras negativas, porque sólo contribuyen a sumarle más peso a la tragedia, y ese “optimismo lingüístico” contagió a todas las personas a mi alrededor. Así fue como eliminé “padezco”, ¡porque no tengo ningún sufrimiento constante e insoportable! También borré de mi léxico la palabra “limitaciones”, porque esas son las interpretaciones que hacemos de los límites, por lo cual sólo viven en la cabeza. Y no volví a decir “no puedo”, porque soy capaz de todo, sólo que de una forma diferente.
Mi segundo hábito fue el de nunca sentir lástima de mí misma, ni explicar mis éxitos o fracasos desde mi condición. La más grande tentación que uno como ser humano siente ante cualquier dificultad de la vida es sentir lástima de uno mismo, y lo peor de todo es que se queda inmerso en ese sentimiento. Entendí que achacarle a mi enfermedad la culpa de lo que me pasara, me hacía una eterna víctima y anhelaba la responsabilidad.
Otro hábito que últimamente he consolidado: dedico mi energía a lo importante. Cuido mucho aquello a lo que destino mi atención. Ha funcionado como un embudo, filtrando personas, actividades o cosas que no conducen a ninguna parte.
Un cuarto hábito nació de mi relación con las demás personas. Entendí que el ruido está por fuera, porque en mi interior todo está bien. Esto me permite no dejarme afectar ni por las palabras, ni las miradas de rechazo o de pesar.
El hábito final ha sido evitar vivir en función de mi enfermedad. Lo mío es una condición de vida, y como tal, me esfuerzo en adaptarme a las circunstancias, no pienso en función de medicamentos o de cualquier tratamiento médico. No soy, ni quiero ser experta en el tema de discapacidad, no doy charlas de motivación. Lo mío son sólo hábitos para sobrevivir a una discapacidad.