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Sexo en Medellín

Hemos pasado del ya chabacano “perreo” a permitir que nuestros hijos menores tarareen barbaridades, como si no importara lo que se dice en esas canciones que escuchan millones de adolescentes.

11 de abril de 2024
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Por Humberto Montero - hmontero@larazon.es

Tengo que hacer un curso de “compliance”. Como no tengo claro de qué va esa vaina, “bicheo” lo justo para enterarme de que se trata de “asesorarme” sobre riesgos corporativos y prevenir de infracciones en el ejercicio periodístico y laboral. Vamos, que me van a dar un cursillo para explicarme que no se pueden publicar noticias falsas o sin confirmar por varias fuentes, como si después de 30 años de ejercicio me hiciera falta, y para informarme de lo que es o no es políticamente correcto hoy en día en el puesto de trabajo. Por ejemplo, ya no está bien visto tomarse una cerveza (o un copazo) mientras se escribe, algo que hasta antes de ayer era casi un ejercicio iniciático en el oficio, antes de que las redacciones mutaran de tugurios con serrín en el suelo en quirófanos.

Vivimos rodeados de corrección y de un ejército de fariseos capaces de lapidarle a uno por cualquier memez. Y es que hemos dado a millones de tarados armas nucleares en forma de redes sociales. Por eso, resulta contradictorio que nos rasguemos las vestiduras ante el penúltimo escándalo de abuso sexual infantil en Medellín: el protagonizado por el estadounidense Timothy Alan Livingston, que nunca debería de haber salido de Colombia y que debería regresar a pagar con cárcel por haber explotado a dos menores de 12 y 13 años.

De acuerdo con el Observatorio de Explotación Sexual Comercial de Niñas, Niños y Adolescentes de la ONG Valientes, en 2023 se registraron 329 víctimas por delitos asociados a la explotación sexual de menores de edad en Medellín. Más que suficientes para que alguien tome medidas urgentes más allá de prohibir por seis meses la prostitución en las zonas turísticas.

El problema es que estamos banalizando el sexo, llevamos décadas haciéndolo. Mientras tanto, no dejamos de pedir corrección en las miradas, las palabras, los gestos y hasta los pensamientos. No hay más que prender la radio y escuchar las letras barriobajeras que deslizan algunos cantantes de lo que hoy se etiqueta como “música urbana”. Son los menos, por ventura. Pero hemos pasado del ya chabacano “perreo” a permitir que nuestros hijos menores tarareen barbaridades, como si no importara lo que se dice en esas canciones que escuchan millones de adolescentes. No estoy criminalizando el reguetón, Dios me libre. De hecho, me encanta y lo bailo con gusto a pesar de los años que ya cosecha uno. Pero habría que recordarles a algunos artistas que vale más uno por lo que calla que por lo que dice, y que el requiebro salsero, trufado de insinuaciones, es más gustoso que las ordinarieces que vomitan sobre lo que le van a hacer o no a la muchacha de turno. Pero ojo, todos somos también responsables de esta situación. Así que no duden en apagar la radio y cortar el wifi cuando toque, por mucho que nos duela censurar lo que, sin duda, es reprobable en estos tiempos donde nada se limita. Hay que ponerle puertas al campo o al menos intentarlo ya que las autoridades no intervienen.

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