Hay un misterio en la sobrevivencia de las sociedades. Sobre el hundimiento de los imperios históricos se siguen escribiendo explicaciones. Sobre por qué no estalla Colombia se habla continuamente en las charlas del almuerzo. Con tantos siglos de huesos rotos, con tanta ladronera oficial, con tantas tumbas sin ropa en Dabeiba, ¿cómo continuamos habitando un país sin naufragar como se hundió la Atlántida?
Es como si por una calzada avanzaran los políticos, los militares, los banqueros, los sospechosos de siempre. Y por la otra a duras penas se arrastrara la masa informe de los habitantes vapuleados. Como si entre estas dos vías paralelas no existieran vasos comunicantes.
Tal vez la razón la adujo hace doscientos años el poeta romántico alemán Friedrich Hölderlin. La escondió en la siguiente afirmación paradójica: “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, se ha construido su infierno”.
Eso hemos intentado, al menos desde comienzos del XIX, hacernos país, república, ente civil independiente. Solo que este esfuerzo ha estado anclado sobre un fondo marino seráfico, con vírgenes, ángeles, arpas y un anciano barbudo que apacienta la eternidad ataviado de bata blanca.
Desde los primeros pasos de esta utopía fueron los mosquetes y el filo de los machetes el instrumental favorito para construir el paraíso. De ahí no hemos salido: las guerras sin número del coronel Aureliano Buendía, el corte de franela de los chulavitas, las alambradas de púas en los barrizales de la guerrilla, las motosierras de los que sabemos. ¡Un infierno bien construido!
Cada bando ha proclamado y predicado su cielo, para terminar plantando esqueletos en la acera demoníaca donde las viudas y huérfanos lamentan de por vida el regalo de celofán proporcionado por el Estado.
Las mismas uñas de fiera asoman en las toldas de quienes con armas han distribuido la propaganda de un paraíso para los pobres, donde cada pobre será rigurosamente vigilado por idéntico aparato: el Estado.
Colombia no se ha desbaratado porque en medio de las dos simples y endiabladas formas de Estado, las gentes siguen empujando el sol cada mañana y ensombreciendo la luna cada anochecer. Si creyeran al pie de la letra en los paraísos anunciados, se habría ya precipitado en un soberano hundimiento.