Fue un cimero líder del país de los apacibles. Sostuvo alta la frente en medio de la leonera. Lo suyo no era la gritería ni el odio ni el antiguo artificio del trepar. Por eso su figura no es fácilmente ubicable en la escala de la barbarie nacional.
Javier Darío Restrepo no necesitó apellido. Cualquiera que pronunciara sus dos nombres de pila sabía que no tenía homónimos y que por eso sobraba la rúbrica de familia. Javier se llaman muchísimos, Darío muchísimos más. Pero los dos combinados son escasos. En esto también fue un fuera de serie. Javier Darío no hay sino uno.
El país de los apacibles es especialmente escaso de ciudadanos en esa profesión de alharaca, egos y persecución de la chiva, que es el periodismo. En cambio es multitudinario entre los habitantes que no han dejado hundir a Colombia. Esto lo hizo ser un líder, no el único, no el más ambicioso, no el que buscó ser líder.
A la hora de su muerte, el domingo pasado, venía de lanzar su último libro, de hablar ante colegas. Nunca dejó de trabajar porque para él el trabajo era una pasión que, además, entregaba a los demás sin pensar que le estuvieran arrebatando su sabiduría. Regalaba sus secretos, obtenidos a fuerza de filosofar y practicar lo que filosofaba.
Estos comportamientos son escandalosos en el otro país, que es este mismo país. En ese otro país cada cual resguarda su migaja de emprendimiento, de innovación, porque cualquier avivato le roba el “know how” por el que tuvo que sudar. En el país del raponazo cada conocido es un peldaño y cada amigo un interés. El verbo imperante es trepar.
Javier Darío cultivó su ciencia y su arte. “Es mi cancha”, murmuró cuando por fin pudo ejercer el periodismo a plenitud, como reportero raso, cargaladrillo, desde las calles de la guerra y la injusticia. Esquivó los puestos directivos, se resguardó bajo la seriedad del oficio. Así se volvió faro, guía, maestro y una cantidad de sinónimos que nunca buscó pero que colegas y audiencias le reconocieron y admiraron.
Su familia fue devoción. En el funeral de su esposa Gloria, abatida por un cáncer, fue él mismo quien consoló a los asistentes. Sus hijas María José y Gloria Inés, su nieto Emilio, los habitantes del país apacible siempre lo llevarán en el corazón. ¿Qué mejor vida puede tener él que esa? .