x

Pico y Placa Medellín

viernes

3 y 4 

3 y 4

Pico y Placa Medellín

jueves

0 y 2 

0 y 2

Pico y Placa Medellín

miercoles

1 y 8 

1 y 8

Pico y Placa Medellín

martes

5 y 7  

5 y 7

Pico y Placa Medellín

domingo

no

no

Pico y Placa Medellín

sabado

no

no

Pico y Placa Medellín

lunes

6 y 9  

6 y 9

Cómo las Identidades Nos Dividen

Muchas de las fracturas magnificadas por la retórica del petrismo son diferencias manejables mediante deliberación democrática y compromiso.

hace 2 horas
bookmark
  • Cómo las Identidades Nos Dividen
  • Cómo las Identidades Nos Dividen

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

En los años setenta, el psicólogo Henri Tajfel quiso entender cómo los humanos nos comportamos al interior de grupos. Para ello reunió a adolescentes y, bajo el pretexto de medir sus preferencias por el arte abstracto, los asignó al azar a dos categorías: “admiradores” de Paul Klee o de Wassily Kandinsky. La división era irrelevante y completamente arbitraria, pero bastó para transformar su conducta. Los participantes desarrollaron un sesgo sistemático a favor de su propio grupo y, más importante aún, una disposición activa a perjudicar al otro. Ellos estuvieron dispuestos a sacrificar ganancias de su grupo con tal de que le fuera peor a los miembros del otro grupo.

Este experimento—replicado en infinidad de otros contextos—revela cómo basta una señal mínima de pertenencia para activar dinámicas de lealtad y hostilidad entre humanos. Es un patrón que tiene raíces evolutivas profundas. Durante miles de años, cuando vivíamos en pequeñas bandas de cazadores-recolectores, la supervivencia dependía de identificar aliados de manera casi instantánea. Cualquier coincidencia—un gesto, una preferencia o una señal estética—podía implicar acceso a recursos o protección. La selección natural favoreció, así, una inclinación a exagerar similitudes y diferencias, incluso cuando eran insignificantes.

Esta tendencia a la afiliación estrecha a un pequeño grupo persistió en sociedades de agricultores por siglos. Sin embargo, la modernidad transformó las cosas. La industrialización y el éxodo rural forzó a personas de orígenes muy diversos a convivir cotidianamente. La vida urbana y los mercados ampliaron los vínculos sociales más allá del círculo estrecho de la aldea. Los Estados modernos aprovecharon este nuevo entorno para construir identidades nacionales a gran escala. La escolarización obligatoria, el servicio militar y la burocracia republicana crearon un sentido de pertenencia abstracto, capaz de unir a millones en un mismo “nosotros”.

En este marco, la distinción central no se basaba en microidentidades, sino en la pertenencia al cuerpo cívico. La línea simbólica relevante separaba a quienes respetaban las normas, contribuían al bien común y honraban el contrato social, de quienes lo transgredían. La dicotomía esencial era entre ciudadanos decentes y criminales, entre quienes sostenían el orden constitucional y quienes lo ponían en riesgo.

Esa frontera, sin embargo, se ha erosionado. En las últimas décadas, ciertas corrientes de la izquierda han centrado el debate público en identidades cada vez más angostas. Han proliferaron las etiquetas y, con ellas, una fragmentación fina del espacio social. A esto se sumó el concepto de “microviolencias”, que expandió de forma drástica lo considerado dañino. Roces cotidianos, desacuerdos o tensiones normales comenzaron a interpretarse como agresiones. En este giro, la distinción entre el ciudadano respetuoso y el transgresor de la ley se volvió difusa y, paradójicamente, omnipresente. Si casi cualquier interacción puede verse como violencia, casi cualquier persona puede ser tratada como un agresor. Así, lo que se ha hecho es abonar el terreno para reactivar nuestra tendencia ancestral a pensar en “nosotros contra ellos”.

Y los populistas han sabido explotar ese terreno fértil en los últimos años. Han convertido agravios percibidos—reales o imaginados—en narrativas confrontacionales que movilizan a los propios y deslegitiman a los otros. En América Latina, un ejemplo notorio es del actual presidente de Colombia, que desde su llegada al poder ha cultivado un discurso profundamente antagonista. Su narrativa identifica enemigos internos en todos los ámbitos. En sus discursos, el país no avanza por los empresarios, los terratenientes, los opositores, los funcionarios pasados (y, con frecuencia, también los presentes), las feministas, los egresados de las universidades privadas, incluso regiones enteras, como Antioquia, han caído en la lista de “enemigos del pueblo”. El resultado es una sociedad civil fracturada, donde la política deja de ser un espacio de negociación para convertirse en un mapa de trincheras.

Permanecer en este equilibrio es profundamente dañino. Una sociedad que se percibe como un mosaico de agravios inconciliables desperdicia energías en disputas triviales y pierde de vista las amenazas reales. Es urgente reevaluar cuáles divisiones merecen atención. Muchas de las fracturas magnificadas por la retórica del petrismo son diferencias manejables mediante deliberación democrática y compromiso. Las fronteras que sí debemos preservar son las que separan a quienes participan en la vida cívica de quienes recurren a la violencia física para imponer su voluntad. Ellos, y no nuestros conciudadanos con opiniones distintas, constituyen el verdadero “otro” que amenaza la convivencia.

Recuperar esa distinción esencial es indispensable para reconstruir un sentido compartido de pertenencia y avanzar hacia una sociedad más próspera y pacífica.

Sigue leyendo

Te puede Interesar

Regístrate al newsletter

PROCESANDO TU SOLICITUD