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Encontramos clara evidencia de que en la comunidad empresarial marroquí no se usaban las conexiones sociales para penalizar colectivamente a quien incumplía los contratos.
Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Una de las preguntas más interesantes en la historia económica mundial es por qué retornó, hacia el siglo XI, el comercio de larga distancia en el Mediterráneo amplio, después de estar interrumpido por siglos, luego de la caída del Imperio Romano de Occidente. Esta pregunta es interesante porque, para el siglo XI, la región aún estaba fragmentada políticamente en un puñado de imperios y cientos de reinos y principados.
Es decir, no existía un único Estado con el control territorial suficiente para garantizar que los contratos comerciales se cumplieran. Así, aunque existieran, por ejemplo, un comerciante con plata en Génova dispuesto a comprar X unidades de algodón del Norte de África a un precio Y, y otros tantos en Alejandría interesados en vender esas cantidades a ese precio, nadie podía garantizar que el primero entregaría la plata y los segundos, el algodón, en las condiciones acordabas. ¿Cómo es que bajo estas circunstancias pudo florecer el comercio?
Una de las respuestas más influyentes a esta pregunta viene del trabajo Avner Grief, profesor de Stanford. En un conjunto de artículos publicados hace más de 30 años, Avner exploró el funcionamiento de lo que él llamó la coalición de comerciantes magrebí. Allí, él argumentaba que una comunidad de judíos a lo largo del Mediterráneo comerciaba activamente gracias a que su interdependencia social les permitía sancionar colectivamente a aquellos que incumplían los acuerdos.
Por ejemplo, si el vendedor de Alejandría no me enviaba el algodón a Génova en las condiciones acordadas, como miembro de la coalición magrebí, yo habría podido señalarle al resto de la comunidad de comerciantes que aquel era alguien poco confiable. El riesgo de penalización multilateral habría llevado a todos los comerciantes a cumplir los contratos.
También a comienzos de los 90s, otros dos profesores de Stanford, Paul Milgrom y Barry Weingast—junto al gran historiador económico, Douglass North—exploraron otra respuesta de similar influencia a la de Avner. Estos se concentraron en el rol de las ferias de Champaña. En estas ferias, los comerciantes se reunían periódicamente a comprar y vender productos y la recurrencia de su interacción fomentó el surgimiento de cortes privadas, las cuales juzgaban y penalizaban a mercaderes deshonestos.
Así, si yo había comprado cierto tipo de vino a un comerciante de Burdeos en una de las ferias, y al abrir las tinajas en Génova descubría que varias de ellas tenían agua y no vino, podría haber ido a la siguiente feria a acusar al vendedor de vino ante un juez privado, quien lo habría podido sancionar. El riesgo de ser excluido de las ferias habría evitado que los comerciantes infringieran los contratos. La influencia de estos argumentos desbordó la historia medieval y se convirtió en una de las principales interpretaciones sobre la existencia y estabilidad de actividad económica compleja en ambientes con institucionalidad débil, incluso en la modernidad.
Sobre ellos, además, se inspiraron buena parte de los acuerdos de comercio internacional que implementan hoy métodos alternativos de resolución de conflictos, como el arbitraje y la conciliación. A pesar de su gran influencia, estos argumentos no son perfectos. Continuando con la tradición stanfordiana, yo he propuesto analizar una dimensión en la que los argumentos de mis colegas parecerían fallar.
En particular, en un artículo publicado hace unos pocos meses, Romain Ferrali y yo analizamos los negocios de la élite industrial marroquí entre 1956 y 1982. Al comienzo de este periodo, el gobierno colonial francés había acabado de abandonar Marruecos y la casa real enfrentaba el reto de construir un nuevo aparato estatal. A pesar del caos institucional que vino con ello, la industria marroquí floreció. Para entender mejor las razones de este florecimiento, entrevistamos a los altos ejecutivos de las principales empresas industriales del país.
Les preguntamos acerca de la forma en la que garantizaban que los contratos se cumplieran. Allí reconocimos que las ideas de Greif, Milgrom, Weingast, y North no eran suficientes para entender los patrones marroquís. En primer lugar, encontramos que el riesgo de fraude era permanente. Es decir, el mundo que nos describieron nuestros entrevistados no era un equilibrio donde todos los empresarios eran honestos y el intercambio tenía lugar sin fricciones.
En realidad, con una alta frecuencia, los clientes y proveedores de las grandes empresas industriales marroquís incumplían sus contratos. Sin embargo, rara vez estos incumplimientos eran profundos. Se trataban, más bien, de incumplimientos moderados—e.g. demoras en el envío de las mercancías, entrega de producción imperfecta, o pagos incompletos.
En segundo lugar, a pesar de estos incumplimientos regulares, el uso de métodos alternativos de resolución de conflictos era raro. Es decir, aunque nuestros entrevistados tenían acceso a tribunales de arbitramento, los cuales operaban como las cortes de las ferias de Champaña, estos se usaban poco y era claro que no era sobre ellos que se soportaba el grueso de la actividad empresarial del sector.
Los negocios industriales se soportaban, realmente, en interacciones personales. Sin embargo, estas operaban de forma diferente a la coalición magrebí. En particular, encontramos clara evidencia de que en la comunidad empresarial marroquí no se usaban las conexiones sociales para penalizar colectivamente a quien incumplía los contratos.
Lo que se usaban eran mecanismos blandos de cumplimiento, bilaterales en su mayoría. Cosas como llamar directamente a preguntar por las razones del incumplimiento y a solicitar reparaciones voluntarias. La principal motivación para ello era el alto costo de destruir conexiones valiosas. Dentro de la pequeña élite marroquí, los lazos empresariales estaban sobrepuestos sobre otro tipo de interacciones sociales—e.g. conexiones familiares, amistades, o alianzas políticas. Castigar duramente a alguna conexión por razones empresariales, lastimaría las relaciones con esa persona en el resto de las dimensiones.
En conjunto, yo siento que el balance práctico de esta agenda de investigación es agridulce. Por un lado, ofrece la confianza de que las comunidades pueden generar, espontáneamente, prácticas e instituciones privadas que sustituyan la falta de provisión estatal de justicia.
Sin embargo, estas soluciones no son perfectas. No resuelven por completo el problema de incumplimiento contractual, su implementación puede erosionar la cohesión social, y son, muy seguramente, más costosas que una solución estatal eficiente.
Y ante ese balance agridulce, mi opinión es la misma del famoso proverbio romano: melior est canis vivus leone mortuo—es mejor un perro vivo que un león muerto.