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Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com
Si algo tiene la política es la capacidad de construir narrativas a su amaño, haciendo que la carga subjetiva del relato político envuelva en artilugios calificativos la necesidad de controlar desde el poder. Ese es el juego propagandístico.
Cosa contraria debe pasar en el ejercicio jurídico. Sin importar si es en el ámbito penal, civil o administrativo, los actos del poder judicial deben ceñirse a hechos fácticos que permitan juicios imparciales. Las pruebas, las evidencias y los hechos determina la verdad y conducen a la frase culminante: “se ha hecho justicia”.
Basta con recordar la figura de Temis, la diosa griega de la justicia, que simboliza el equilibrio y la imparcialidad. Con sus ojos vendados y la balanza en mano, Temis representa la necesidad de analizar cuidadosamente las pruebas y ponderar cada argumento para tener criterio de juicio. Su figura recuerda que la justicia verdadera no se guía por prejuicios, sino por la búsqueda de decisiones justas y conformes al derecho.
Hablemos, entonces, del caso penal contra el expresidente Alvaro Uribe Vélez y su condena en primera instancia a 12 años de cárcel. Soy de los que considera que la juez Sandra Heredia mezcló su vocación de justicia (como la de un médico cuando hace el juramento hipocrático) con la carga ideológica que la política de hoy ha instaurado en Colombia y presiona sin piedad a personas e instituciones.
El fallo de la juez ha causado un daño inmenso a la credibilidad del sistema judicial colombiano y, por supuesto, a su propia credibilidad. Para muchos, el sentido de su determinación dejó entrever una animadversión hacia la personalidad del hoy condenado.
Con o sin intención, por inocencia, subjetividad o convencimiento, por lo que sea, esta decisión judicial demuestra que en Colombia se invirtió el sentido común como resultado de una narrativa política que parte del rencor y opaca lo que realmente sucede: caos, desorden, pérdida de valores y una amenaza directa a la democracia. Basta observar el relato que hay alrededor del expresidente Uribe para entender cómo se ha intentado borrar la historia de su gestión.
Más allá del fallo judicial, lo preocupante y doloroso es ver cómo una institución tan sagrada como la justicia terminó al servicio de la explosión controlada del país, como diría Alejandro Gaviria, alguien que también fue cooptado por esa dinámica y creyó que la narrativa política del cambio y del “gobierno de la vida” valía la pena. Para cerrar el comentario sobre Gaviria, ahí están las consecuencias: su reputación se vino al piso.
Lo reitero: aquí se confirma esa perversa narrativa política y propagandística, una fórmula que socava a personas e instituciones, buscando doblegarlas, y —de antemano pido excusas por la dureza de la expresión que usaré— si existe oposición, aniquilarla.
La política de izquierda hoy tiene un trofeo: Uribe. Mientras tanto, los cabecillas de las Farc permanecen tranquilos, disfrutando de los beneficios que el proceso de paz les otorgó, bajo el manto de una justicia transicional que aún no determina su culpabilidad respecto a hechos evidentes: crímenes de lesa humanidad, reclutamiento de menores, sevicia, tortura, secuestro y narcotráfico, por mencionar algunos. Sin más ni menos, eso es un aval de impunidad.
Esto duele y refleja a un país extraviado, donde el orden es el caos y lo normal ahora es avalar el actuar ideológico de quienes ostentan el poder, personas que con sus pecados están haciendo hasta lo imposible por polarizar a un país para dominarlo a su antojo.