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Extremo

hace 9 horas
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Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com

Sentado bajo una carpa, en un campus universitario de Utah, Charlie Kirk, 31 años, considerado un rock star entre los jóvenes conservadores de Estados Unidos, recibió un disparo certero en el cuello. Su cabeza se desplomó de inmediato. Fue un tiro mortal.

La carpa donde estaba sentado llevaba una frase estampada: “Demuéstrame que estoy equivocado”. Una persona militante de extrema izquierda, lobo solitario, enfermo mental, lo que haya sido— prefirió dispararle, para demostrar, desde sus sesgos cargados de ideologías, que Kirk “estaba equivocado”.

Las imágenes fueron tan duras como las del atentado que le quitó la vida a Miguel Uribe Turbay. Ambos asesinatos fueron perturbadores y ratificaron la sensación de que nadie está a salvo del odio y de que la retórica recalcitrante, generadora de divisiones en la sociedad, conduce inevitablemente a la violencia política, absurda, por demás, que se amplifica con el poder perverso de las redes sociales, donde se incuban los monstruos narrativos y los imaginarios que alimentan miedos profundos.

Ese tipo de retórica cargada de elementos que exacerban la confrontación se sigue enquistando en la vida de los colombianos y hoy tiene como gran validador al propio presidente del país. Gustavo Petro, desde hace mucho tiempo, se ampara de todo lo que tenga a mano para legitimar un discurso amañado y atacar a los otros con palabras que navegan entre lo surreal y lo absurdo, pero que no dejan de estar cargadas de una narrativa de odio de clases. Ese es su modus operandi.

El daño de sus expresiones estigmatizadoras (se haría eterno listarlas) ha creado un clima donde es normal el rechazo al otro, siempre y cuando se refuercen los prejuicios. Esa retórica está llena de lo que se conoce como dogwhistles: mensajes o palabras que transmiten ideas radicales, discriminatorias o divisivas, disfrazadas, como en su caso, de un pseudo pensamiento progresista y de avanzada, que lo hace jugar en la lógica del “ellos contra mí y yo contra ellos”, con un discurso que deshumaniza y demoniza, y que lleva a algunos enceguecidos a aceptar la violencia como respuesta.

Cuando la política se mezcla con rabia, resentimiento, ideologías polarizadoras, asuntos de raza o religión, la predisposición a “golpear al otro” es inmediata y, hoy, “golpear” puede significar cualquier cosa, siempre y cuando traiga consigo cargas de odio hasta el extremo del asesinato como herramienta de validación. Puro manual propagandístico, ese mismo que ha servido como fórmula para asfixiar el debate público y erosionar a la democracia.

La retórica tiene el poder de subir o bajar la temperatura de una sociedad. Puede alimentar la espiral de odio o contribuir a desescalar el extremo al que hemos llegado. Hemos permitido que se normalice la retórica incendiaria, olvidando que a una sociedad libre le gusta el desacuerdo y la diferencia como vías para debatir y resolver.

El criterio de validez de las cosas se gana con las palabras correctas. Eso no está pasando. Toca bajarle el tono al extremismo en el que estamos, porque ya hay balas por medio. Es una lucha de sentido común, que no deja de tener amenazas latentes. Pero sí o sí necesitamos el desacuerdo saludable y el debate respetuoso en la esfera pública. Si no lo logramos la esquizofrenia social y política será incontrolable y ahí sí que hay personajes capaces de llevar las cosas al extremo, haciendo del miedo la mejor forma de manipulación y constreñimiento, porque no les interesan las buenas discusiones, esas que, por lo menos, permiten la sensación de libertad.

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