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¿Justicia penal o activismo político?

Por Fernando Velásquez V.

fernandovelasquez55@gmail.com

El proveído judicial adoptado el pasado miércoles en contra del expresidente Álvaro Uribe Vélez, un hombre que suscita muchos amores y odios, ha generado un hondo debate a lo largo y ancho del país; sin embargo, esta reflexión –que no injiere en ese debate– solo se ocupa del contenido del Comunicado de Prensa No. 15 emitido por la Sala Especial de Instrucción de la Corte Suprema. Es más, ella tampoco aborda los desconocidos medios de prueba obrantes en la actuación procesal y mal se podría precisar si se respetaron o no los principios que gobiernan esa materia.

No obstante, hay algo que es muy claro: si se atiende a los dictados propios de la normativa procesal aplicable a los aforados constitucionales (el CPP de 2000), es indudable que los jueces tenían que decretar una medida de aseguramiento consistente en la detención preventiva. Para ello, bastaba con establecer la existencia de, por lo menos, “dos indicios graves de responsabilidad” y constatar que la pena mínima imponible para cada uno de los delitos imputados fuese igual o superior a cuatro años de prisión (Ley 600 de 2000, artículo 357.1), cosa esta última que no admite discusiones porque las conductas punibles atribuidas (soborno a testigo y fraude procesal: C. P., artículos 444A y 453) tienen establecida una pena mínima prevista de seis años.

Pero el debate toma otros rumbos porque –en atención a diversos y reiterados pronunciamientos de la Corte Constitucional, que han hecho carrera– para poder dictar una restricción cautelar como esa se tienen que verificar dos extremos más: la necesidad de la medida y la inferencia razonable. Sabedores de ello, los autores del proveído (que, se dice, tiene 1554 folios: ¡vaya esfuerzo intelectual!), han enderezado toda la carga argumentativa contenida en el comunicado a demostrar que ambas exigencias se reúnen y, con apoyo en el artículo 309 de la Ley 906 de 2004 (que no es aplicable al caso), le niegan al procesado el derecho a la libertad.

Y es aquí donde las razones jurídicas esgrimidas tambalean. En efecto, se aducen “posibles riesgos de obstrucción de la justicia, respecto al futuro recaudo de pruebas” porque el imputado “puede” afectar los instrumentos de cognición, incidir en los coimputados, impedir o dificultar la realización de las diligencias, o interferir la labor de los funcionarios; pero la lectura de esa breve pieza muestra que ello no tiene fundamento alguno, pues en el párrafo sexto de la página número uno se afirma que se han practicado “múltiples pruebas” –incluso a instancias de la defensa– y hay “gran cantidad de material probatorio recaudado y analizado” como testimonios, inspecciones judiciales, registros fílmicos, grabaciones e interceptaciones telefónicas. Tantos que, si bien apenas se trataba de resolver la situación jurídica, con ese maderamen probatorio ya se podría realizar el juzgamiento y dictar sentencia.

Por eso, cabe preguntar: ¿Cómo se puede alterar la prueba si ella ya se practicó? ¿Y cómo, en plena cuarentena, puede el procesado incidir en los coimputados o impedir que los funcionarios cumplan con su deber? Las respuestas fluyen solas: las afirmaciones hechas para apuntalar la restricción de la libertad no son ciertas y se derrumban como un castillo de naipes; por ello, las reales motivaciones para adoptar esa decisión en contravía de una jurisprudencia constitucional generalizada (recogida en el ordenamiento procesal de 2004), son bien distintas y todo indica que están inspiradas en designios políticos.

Dicho de otra forma: se acudió al derecho penal de enemigo y se arrasó con todo el ideario demoliberal que impone la preservación de la libertad del imputado hasta que la sentencia condenatoria quede en firme; las garantías penales, pues, así se trate de una persona a la que medio país denosta, no se pueden sacrificar de forma tan burda, como se hace cada día sobre todo con las personas más vulnerables a las que igual se detiene o asesina (caso de los líderes sociales).

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