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Latinoamérica tiene una larga tradición personalista en la que el líder supremo es usualmente idolatrado y sus errores son excusados en las malas compañías de las que infortunadamente goza.
Por Javier Mejía Cubillos - mejia@stanford.edu
El Medio Oriente se ha caracterizado por una fuerte y duradera presencia de gobiernos autocráticos. En el último índice de democracia que construye la revista The Economist, la mayoría de los países de la región tienen puntajes entre 0 y 3, estando por debajo de los estándares mínimos para llamar sus regímenes políticos como democráticos (véase Figura 1).
Muchas teorías tratan de explicar este patrón. Algunas de ellas exploran los atributos culturales de la región, como el hecho de que el islam es la religión dominante. En estas teorías, el islam opera como un código de conducta que premia el cumplimiento de órdenes y la sumisa aceptación de figuras fuertes que guían a la comunidad. A partir de esta premisa, es fácil pensar que poblaciones con estos atributos naturalmente converjan a gobiernos autocráticos más que democráticos deliberativos. Yo, personalmente, soy bastante escéptico de estas teorías y siento que la historia reciente, a través de eventos como la Primavera Árabe, ha mostrado cómo el pueblo musulmán no tiene ninguna antipatía inherente a la democracia.
Quizá por estos mismas críticas, teorías más reflexivas sobre el rol de la cultura en la persistencia del autoritarismo en el Medio Oriente han emergido en los últimos años. Una de las más interesantes ha sido propuesta por Scott Williamson, profesor de la Universidad de Bocconi y antiguo colega mío en la Universidad de Nueva York en Abu Dabi. Scott, estudiando a profundidad el caso de Jordania, señala cómo la monarquía ha evadido sistemáticamente la presión por reformas, gracias a que ha sabido canalizar la responsabilidad de eventos negativos a subordinados dentro del gobierno.
Siendo más preciso, en su libro The King Can Do No Wrong, Scott propone que los regímenes autoritarios exitosos suelen compartir el poder con otros componentes de la élite. Piensen, por ejemplo, como un rey puede nombrar primer ministro a alguna figura influyente fuera de la familia real. Esto implica compartir algunas de las rentas del poder y conceder en ciertos frentes de política, pero resulta profundamente útil a la hora de enfrentar críticas de la opinión pública y los movimientos de oposición. Así, cuando la presión popular crece y la insatisfacción con el régimen se generaliza, el rey puede fácilmente atribuir la responsabilidad de aquello que va mal al primer ministro y las élites que aquel representa. Luego de una purga interna, el rey puede apaciguar los ánimos aduciendo un “cambio estructural” en el régimen.
Esta creo que es una idea sobre la que debemos reflexionar más detenidamente en Latinoamérica. Después de todo, nuestra región también tiene una larga tradición personalista en la que el líder supremo es usualmente idolatrado y sus errores son excusados en las malas compañías de las que infortunadamente goza. Pensemos, por ejemplo, en el eslogan insignia de Independencia, “¡Viva el rey, abajo el mal gobierno!”. Con este, los próceres de la Independencia querían señalar que su insatisfacción con el régimen no era realmente responsabilidad del gran líder — i.e. el rey en España — sino de sus incompetentes y corruptos funcionarios — i.e. el virrey y su equipo en la Nueva Granada -
la actualidad latinoamericana mantiene estos atributos. Los caudillos decimonónicos y la consolidación de los regímenes fuertemente presidencialistas en el siglo XX han perpetuado el mesianismo político en la región. Hoy, países como Colombia, México, y El Salvador, por mencionar solo algunos, se caracterizan por tener en el poder figuras que son vistas como profetas impolutos por una gran fracción de la población. Estos líderes, razonablemente, han sabido utilizar esta cultura idólatra y han evadido la responsabilidad de sus errores y crímenes acusando a piezas dislocas de su gobierno como las culpables.
Por eso debemos entender que el afianzamiento del autoritarismo en la región viene de la mano del mesianismo. Hasta que no seamos conscientes que nuestros presidentes no son nuestros salvadores, sino nuestros empleados, no podremos consolidar democracias sostenibles en el largo plazo.