“Señor Faraday”, dijo el primer ministro, “¿y para qué sirve todo esto?”. “No lo sé, señor”, respondió Faraday, “pero algún día cobrará usted impuestos por ello”. La anécdota es seguramente más falsa que un euro de madera, pero resulta difícil encontrar una trola que merezca ser cierta tanto como lo merece esta, porque sintetiza a la perfección una realidad histórica de la que rara vez somos conscientes: que el entendimiento profundo siempre precede a la utilidad práctica. El falso Faraday y el falso primer ministro hablaban del electromagnetismo, la fuerza fundamental que el primero contribuyó decisivamente a descubrir y a comprender. Eso es el origen de la energía eléctrica que cambió el mundo unas décadas después, y por la que, en efecto, todos los gobernantes obtienen desde entonces copiosos ingresos fiscales. Llamadlo parábola, pero aprended su moraleja.
Hay una percepción generalizada de que el apoyo social a la ciencia ha crecido en nuestro tiempo. Todo el mundo dice en las encuestas que ve los documentales científicos de la televisión mientras los datos de audiencia revelan con luz cegadora que mienten como bellacos. El apoyo a la ciencia ha brillado en las redes sociales, y hasta ha hecho sus pinitos en la calle.
Es probable, pese a todo, y por más que nos cueste reconocerlo a los escépticos como yo, que los científicos gocen ahora de más prestigio social que antaño. Pero no sé si ese fenómeno se debe a la razón correcta. Por si mi impresión subjetiva sirve de algo, creo que el motor de ese apoyo es la urgencia que siente mucha gente por ver las aplicaciones prácticas. Quieren ver tratamientos del cáncer que ha matado a un familiar, soluciones para la enfermedad rara que aflige a un amigo, baterías de litio más eficaces para su teléfono o su coche, y una inteligencia artificial que les dispense del agotador esfuerzo de aprender algo. Las aplicaciones de la ciencia son de la máxima importancia, por supuesto, pero solo cuentan la mitad de la historia. Sin el avance del conocimiento, sin un entendimiento profundo de la naturaleza, las aplicaciones no existirían. No habrían existido nunca, ni lo harán en el futuro si olvidamos la ciencia básica.
Planck, Einstein y Bohr no formularon la mecánica cuántica para crear nuestra tecnología, sino porque necesitaban entender el mundo. Watson, Crick y Franklin no descubrieron la doble hélice del ADN para revolucionar la medicina, aunque eso es justo lo que está ocurriendo ahora, sino para entender el secreto más profundo de la vida. La curiosidad os hará libres. Y algún día cobraréis impuestos por ella.