Al principio todo es silencio y luego nacemos. Se nos va la vida llenando de sonidos cualquier asomo de mutismo que se cierna sobre nosotros como si fuera una amenaza. En cafeterías y salas de espera parlotean pantallas a las que nadie presta atención. Quienes buscan relajarse en parques y piscinas deben soportar altas dosis de música indeseada. No entiendo a las personas que se toman el trabajo de desplazarse hasta el mar y, en vez de deleitarse con su murmullo, instalan parlantes que los superan en altura y volumen. O a quienes no se dan cuenta de que su hora de fiesta a lo mejor coincide con la hora de estudio, descanso o enfermedad de los vecinos. Una vez sostuve la mano de alguien durante sus últimos instantes de vida, sin embargo, no recuerdo ni su mano ni su cara ni sus últimas palabras, solo el reguetón que se colaba por la ventana. Aunque la bulla está normalizada no deja de ser una agresión pasiva hacia quienes nos rodean. Ya hay suficiente contaminación sonora en el mundo como para imponerle a los demás la propia.
Hay una novela bellísima de Pedro Zarraluki llamada La historia del silencio. En ella, una pareja pretende escribir un libro sobre la importancia del silencio en un mundo donde su ausencia es cada vez más notable. Por supuesto fracasan en el intento de novelar un asunto tan abstracto. El personaje de Irene no entiende por qué ponían un pianista en los cines cuando las películas eran mudas; por qué en los velorios el único que se comporta con naturalidad es el muerto o por qué no conversar durante una comida con amigos resulta tan incómodo. «¿Es soportable el silencio?», se pregunta. Pareciera que no, pero quienes lo defendemos y lo buscamos podemos asegurar que, además de soportable, es necesario. Y no solo porque la bulla sea una amenaza para la reproducción de búhos y ranas, sino porque la OMS la ha asociado con el estrés y las enfermedades del corazón.
Recién supe de Hempton, un ecologista acústico que le ha dado tres vueltas al mundo buscando «paisajes silenciosos y acústicamente inmaculados». Según él estamos, nada más y nada menos, que ante la extinción del silencio. Basta cerrar los ojos y comprobarlo. El ruido de los carros, por ejemplo, nunca cesa y justo por eso hay que esforzarse por percibirlo. La conclusión de Hempton impresiona, pero no sorprende, teniendo en cuenta que en los últimos cien años hemos contribuido a la extinción de más de doscientas especies de animales. Los seres humanos dañamos todo lo que tocamos y eso incluye el silencio. El plan de Hempton es certificar lugares silenciosos y atraer un tipo de turismo interesado en escuchar el ritmo del mundo al natural. Que alguien tenga que realizar semejante oficio indica lo desconectados que estamos de la naturaleza y lo poco que nos importa. Después nos preguntamos por qué nos pasa lo que nos pasa en esta vida que no es más que el interludio entre dos silencios absolutos