El pasado 30 de septiembre murió el periodista Iván Rodrigo García Palacios a la edad de 76 años. Lo derrumbó una leucemia mieloide. El día anterior me llamó para despedirse: “Mañana me aplican la eutanasia”, me dijo. Necesité varios segundos para reponerme del impacto que me produjo la noticia. Muy buen amigo y compañero cercano en EL COLOMBIANO por muchos años, saber que se iba fue como un martillazo en la cabeza. O en el alma, mejor. Y él se dio cuenta.
Tras esos segundos de sorpresa y tristeza, recuperado el dominio de la situación por mi parte, control que él nunca perdió, siempre con una actitud serena y casi jocosa, hablamos un rato largo en que no recuerdo qué nos dijimos. Sí sé que hablamos de la vida y no de la muerte. Simplemente nos despedimos. No era el momento sino para eso. Como siempre durante su larga y dolorosa enfermedad, mantuvo frente a ese destino asumido un valor y una actitud humilde, digna y despojada de solemnidades, como en todo lo suyo.
Esta columna semanal mía se ha quedado huérfana de un lector que todos los sábados, en las últimas décadas, me escribía un comentario: una o dos palabras muchas veces, o una digresión corta desde su frondoso conocimiento de temas y obras filosóficas y literarias. La condición era que yo leyera lo que me escribía y que lo borrara. Nada de permanencia ni de eternidades póstumas. Así vivió y así murió. Tal vez un signo de ese talante fue la manera como quiso hacerlo. Una decisión seria, sopesada, estudiada y compartida francamente con sus íntimos. Cumpliendo, por lo demás, con todas las exigencias requeridas por la Ley, la ética médica y los ordenamientos establecidos.
El final de la vida de Iván Rodrigo fue un “ejercicio de la buena muerte”. Eso significa en griego eu-tanasia, buena muerte, como la que le solemos pedir a Dios todos los días. Una “dulce muerte”, que así califica el diccionario de la Real Academia el vocablo al explicar su etimología. El “bel morire”, de lo poetas italianos, que tantas veces recordábamos a la sombra de Giordano Bruno, el fraile dominico quemado por la Inquisición en Roma, al que, junto con Epicuro y el gran Baruch Spinoza, rindió admiración y estudio siempre el amigo fallecido.
Fue muy culto y lector prolífico y sesudo. Como san Juan de la Cruz, acabó “yéndose por los cerros de Úbeda”, ciudad en la que murió el poeta místico carmelita, es decir, por ese horizonte de los increyentes y de los místicos por donde frecuentemente despunta la eternidad, la presencia de un Dios presentido