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La realeza de las clases obreras

Por Lina María Múnera Gutiérrez - muneralina66@gmail.com

Carlos III de Inglaterra tiene por fin su corona para la que tuvo que esperar 70 años. La recibió ayer durante una ceremonia anacrónica, feudal y litúrgica, cargada de rituales medievales sagrados que buscaban presentar a la monarquía como algo casi divino. Mientras tanto, los nacarados, la realeza que integra los barrios del East End de Londres, históricamente la zona más popular y de clase obrera de la ciudad, también celebraba.

Los nacarados (en inglés pearlies) hacen parte de la cultura popular cockney londinense, y su tradición se remonta a la época victoriana. Tienen reyes, reinas, príncipes y princesas, títulos hereditarios y coronas (aunque no de piedras preciosas) y están divididos en familias equivalentes a las distintas casas reales que aún quedan en ciertos países. Se visten con vestidos negros brillantes recubiertos de botones de madreperla (de ahí su nombre de nacarados), chaquetas y sombreros con largas plumas que en su origen buscaban burlarse un poco de las joyas de los aristócratas, totalmente fuera de su alcance. Su misión hoy en día es recaudar fondos para diversas causas caritativas.

El origen de esta realeza alternativa se remonta a 1875 con Henry Croft, un barrendero huérfano que creció fascinado con la costumbre de los vendedores ambulantes de los mercados de pegarse botones en las solapas, y con el concepto de solidaridad que había entre ellos cuando surgía algún problema. Pues Croft decidió cubrir su sombrero y su mejor vestido con botones y comenzó a pedir ayuda para hospitales y para el orfanato en el que creció. Así nació una dinastía que llegó a tener 400 miembros. Los cockney hablan una particular jerga del inglés, tienen un acento muy característico y se les vincula a los bajos fondos de esa zona de la ciudad.

Han creado un mundo igual de particular al de los Windsor y tienen también su propia pompa. Entierran a sus reyes, coronan a sus herederos y celebran por todo lo alto matrimonios, nacimientos y bautizos. Y cuando alguien muere, reparten los botones de madreperla de sus trajes entre sus seres queridos para que todos tengan algún recuerdo del que se fue.

Por supuesto que todo lo anterior se hace de manera popular y no llega ni en sueños a los 125 millones de euros que costó la perfecta puesta en escena de la coronación de Carlos III. Esa ceremonia que vimos cientos de millones de personas hizo recordar por unas horas el pasado de una nación importante venida a menos. Un país, El Reino Unido de la Gran Bretaña, que aún no entiende cómo pasó de ser un imperio a vivir la crisis asfixiante que padece en la actualidad. La mayoría de su población, no todos, sigue creyendo en la utilidad de su monarquía y siente que el euro con cincuenta centavos que le cuesta a cada ciudadano anualmente sostener a la familia real, está bien invertido. Porque en medio de la crisis de identidad que afrontan como país, la realeza sigue dándoles un sentido de pertenencia y una razón para soñar. Sea esta nacarada o no.

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