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La revolución de uno solo

Aquí los presidentes no gobiernan, se narran. Cada narración empieza igual: un hombre convencido de que su biografía encarna el destino nacional.

08 de octubre de 2025
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Por Alberto Sierra - @albertosierrave

En América Latina tenemos una fascinación incorregible: creer que la política es un escenario para redentores, no para instituciones. Aquí los presidentes no gobiernan, se narran. Y cada narración empieza igual: un hombre convencido de que su biografía encarna el destino nacional. Gustavo Petro no es una excepción, sino la última variación de una melodía repetida hasta el cansancio.

El 7 de agosto de 2024 proclamó que “el ideario bolivariano no ha concluido” y que a él correspondía culminarlo. No fue un discurso de Estado, sino de espejo. Bolívar no aparecía como figura histórica, con su drama de victorias y fracasos, sino como reflejo personal en el que el presidente se contempla. En ese acto de ventriloquia, el Libertador deja de ser referente y se convierte en actor secundario de una dramaturgia íntima.

Nada de esto es nuevo. América Latina ha sido laboratorio de líderes que confundieron la patria con su sombra. Perón hizo de Argentina una prolongación de su carisma; Chávez se ungió como profeta de un socialismo mesiánico; Evo Morales se convirtió en mito indígena personificado. Escribieron la política en primera persona, convencidos de que el país debía plegarse a las curvas de su ego. Petro prolonga esa tradición: Colombia como diario íntimo, el Estado como autobiografía.

Pero la realidad no coopera con la épica. El PIB creció apenas 2,1 % en el segundo trimestre de 2025, mientras la pobreza monetaria afecta al 31,8 % de los colombianos. La informalidad laboral ronda el 55 %, y aunque el desempleo bajó al 8,8 %, la precariedad del empleo formal vuelve la cifra un espejismo. Más de 130.000 personas han sido desplazadas o confinadas este año por la violencia armada, y el déficit fiscal bordea el 7 % del PIB. La épica tropieza con los datos.

Nada de eso interrumpe el relato. En el libreto presidencial no hay cifras ni diagnósticos: hay un héroe sitiado, una víctima que es a la vez redentor. El país real queda fuera de escena. El país narrado es otra cosa: una epopeya privada que pide aplausos.

Y los aplausos llegan. Parte del Congreso lo celebra, sectores intelectuales lo justifican bajo la etiqueta de “democracia radical”, y no faltan plazas donde se lo venera con fervor religioso. Cada ovación convierte la política en culto, y cada silencio ante la degradación institucional reduce la democracia al tamaño de un hombre.

Llamar a esto revolución es un abuso semántico. Una revolución amplía derechos y redistribuye poder. La de Petro se reduce a su biografía: no emancipa, privatiza; no abre futuro, recicla mitologías personales. Colombia aparece como escenografía; los ciudadanos, como figurantes de un soliloquio.

El dilema no es solo Petro. Es nuestra obstinación cultural: creer que la historia se escribe en singular. En vez de pactar instituciones, adoramos personalidades. En lugar de exigir políticas públicas, aplaudimos epopeyas privadas.

La verdadera revolución consistirá en romper ese hechizo: rescatar lo público de la biografía privada y devolver la política a la pluralidad. Solo entonces Colombia dejará de ser un país narrado por un caudillo para convertirse en una sociedad que se escribe a sí misma. Hasta que eso ocurra, seguiremos aplaudiendo la misma obra de siempre: la revolución de uno solo.

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