viernes
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Querido Gabriel,
Entro a casa y el silencio me saluda. Un ser sutil se me aproxima con cautela. El gato me observa, se detiene a una distancia prudente, cierra los ojos y los abre de nuevo, sin afanes. Lo saludo con un grito de alegría y él, que seguramente considera haber hecho más que suficiente, permanece como una estatua egipcia. Se voltea y se va, sin dar explicaciones. Su presencia unánime y su amor ni explosivo ni empalagoso, que he aprendido a descifrar, me cobijan el alma luego de un largo día. Miel, así se llama el sujeto en cuestión, nos ha acompañado en la pandemia con sus abrazos telepáticos y nos ha dado, sin decir una palabra, los mejores consejos. ¿Hablamos en nuestra tertulia de la sabiduría del gato? ¿Conversamos sobre sus hábitos y sus lecciones para la humanidad?
Jamás terminaremos de comprender a los gatos. En ello puede residir buena parte de nuestra mágica alianza. Aunque comparten con nosotros rutinas y espacios, no tenemos idea de lo que pasa detrás de sus ojos o dentro de esa cola que parece tener vida propia. Una parte de ellos siempre será un secreto. T. S. Eliot lo expresó mejor, cuando escribió sobre los tres nombres de los gatos: el “que usa la familia”, otro más “peculiar” a la medida de este animal casi mitológico y el tercero, en el cual reside quizás su misterio más profundo, el que “el gato mismo sabe y nunca revelará”, su “profundo, singular e inescrutable Nombre”.
Los gatos son maestros de paciencia y calma. Tal vez esa vida de meditación permanente y los milenios de callada oración de su especie los hayan vuelto santos como los yoguis de la India o estoicos como Séneca y Marco Aurelio. Su ronroneo parece existir con la intención de calmar el universo. Como el sagrado OM oriental y los cantos corales más sublimes, el temblor inmaterial de su quietud vespertina apacigua todos los ruidos del mundo. “Cuando el espíritu juega a ser materia / entonces se convierte en gato”, explica con un verso el poeta Darío Jaramillo.
Los gatos marcan el tiempo, saben de la importancia de los rituales nuestros de cada día. Nos recuerdan con su delicada voz la hora de comer, con su contorsión peluda el momento de la siesta, con sus saltos y andanzas nocturnas el sentido carnavalesco de la noche. Saben que los rituales ordenan la vida, pero nos recuerdan que el tiempo es circular, quizá por eso permanecen inmutables ante lo que nosotros podríamos considerar un cataclismo. Saben que todo vuelve, que la Vida es mucho más larga que la existencia de un individuo.
Los gatos son los mejores amigos, si tienes la suerte de que uno de ellos te elija. No hay gatos empalagosos, por eso a veces son incomprendidos por los amantes de los perros, acostumbrados al ladrido y la expresiva cola. Son, sin embargo, incondicionales. Cuando siento que el mundo me pesa en los hombros, Miel, por ejemplo, se acuesta a mi lado, dándome cuidadosamente la espalda. Sé que allí está, siento su tersa piel, mientras comparte mis silencios y, con su presencia, anima mi espíritu.
Para animar nuestra tertulia podemos leer algunos poemas sobre gatos. Comencemos por Darío, que hasta un libro les dedicó, pero que cada uno lea sus preferidos. Te propongo inspirar la tarde con este verso suyo, que tanto dice sobre su sabiduría, su singularidad y su enigma insondable: “Los estados de la materia son cuatro: / líquido, sólido, gaseoso y gato”
* Director de Comfama
