El hombre del siglo XXI, esclavo de los medios de comunicación, vive cada vez más de préstamos, fugitivo de sí mismo. La curiosidad por lo que pasa fuera le hace perder la curiosidad de lo que pasa dentro de sí mismo. Su mundo interior, al vaivén de lo que pasa, se va convirtiendo en un desperdicio. Que los aparatos sientan, piensen y hablen por él, como si un duende vergonzante se adueñara de su interioridad.
En el evangelio de Mateo leemos que Jesús subió a un monte alto con sus discípulos predilectos y allí se transfiguró. Esta fue su transfiguración: “Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt. 17, 2). El esplendor de su rostro y sus vestidos pusieron de manifiesto el tesoro de su mundo interior, pues competir con el sol y con la luz es facultad de la Divinidad. Con su Transfiguración, Jesús enseñó al hombre su verdadera tarea de ser humano.
Transfiguración viene de transfigurar, cambiar de forma o figura, que es el aspecto de una persona o cosa. Yo me transfiguro en lo que pienso y siento durante todo el día. Adquiero la figura del sentimiento o pensamiento que cultivo para mal o para bien. Así como vivo sintiendo y pensando, vivo transfigurándome. Educar es moldear amorosamente la figura del ser humano, la tarea por excelencia de la vida entera.
Con el acontecimiento de la Transfiguración, Jesús manifiesta el sentido de su vida cotidiana: vivir transfigurándose, el arte de intensificar su relación de inmediatez de amor con su Padre, hasta poder decir “Yo y el Padre somos uno” (Jn. 10,30). Los sentimientos, los pensamientos y las palabras de Jesús irradiaban esplendor divino, hasta el punto de que ya a sus doce años en el templo dejaba estupefactos a los maestros “por su inteligencia y sus respuestas” (Lc. 2, 47).
Después de su presentación en el Templo, Jesús bajó a Nazaret a seguir viviendo con sus padres, “a quienes les estaba sujeto”, y, según Lucas, “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”, es decir, vivía transfigurándose, con tal señorío de sí mismo y todas las cosas, “que hasta el viento y el mar le obedecen” (Mc. 4,41).
El hombre del siglo XXI debe ir concientizándose de la transfiguración de su vida cotidiana, no para cosificarse, volviéndose cosa entre las cosas, sino para cultivarse hasta llegar a escuchar la voz que sale de una nube luminosa y dice de Jesús: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escúchenlo”