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Por Manuel Ignacio Ríos Valverde - opinion@elcolombiano.com.co
Ahora resulta que a Gustavo Petro le harta (le jarta, dicho en colombiano) el poder. Qué jartera desempeñar el cargo por el que llevaba alborotando la política nacional treinta años. Si de alguna adicción comprobada puede hablarse al referirnos al extraño personaje, es la adicción al poder. La Presidencia era su gran obsesión. La buscó compulsivamente, sin tregua ni descanso, con la fijación maniática de quienes se proponen una sola meta en la vida y cuando la alcanzan no saben qué hacer ni para dónde coger.
La hiperactividad que desarrollaba en su frenética búsqueda del poder se acabó el siete de agosto de 2022. Desde esa fecha, solo marasmo, abulia, desgana, incuria y melancolía rondan el despacho presidencial, o sea cual sea el lugar donde consume las horas del día en que se jarta de haber recibido tamaña responsabilidad por parte de 11 millones de ingenuos.
Qué jartera tener que enfrentar todos los retos que él mismo dijo que iba a resolver, ahora sí, a diferencia de todos los incompetentes o delictivos mandatarios anteriores (recuérdese que, en Derecho, mandatario no es quien manda sino quien hace un mandado: un presidente hace el mandado que le encargan sus electores). Así pues que el hombre llega tarde a todo porque la mamera de tener que cumplir los compromisos es ardua de vencer, tan ardua como acostumbrarse a tener que cumplir las leyes de la República, tan incómodas, tan estorbosas, tan burguesas.
Para erigirse en el líder mundial que pretendía ser, cumplía el 50 % de los requisitos fijados por la comunidad internacional: ser de izquierda. El otro 50 % dependía completamente de él: mostrar capacidades, talento para gobernar, talla. Solo ha salido con una triste y menguada capacidad de echar discursos bochornosos. Pero es que qué jartera tener que liderar al resto del mundo, cuando la sola Colombia le quedó tan grande.