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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

Publicado

La vida: un sábado santo

Por ERNESTO OCHOA moreno

ochoaernesto18@gmail.com

Mariengracia y yo somos los únicos asistentes en las ceremonias de Semana Snta que celebra el padre Nicanor, mi tío, en la casita campesina en la que vive recluido. No fue, pues, para nosotros rara la experiencia de no poder ir a la iglesia y saber que los templos estaban vacíos y no había procesiones en las calles. La procesión, ahora sí, iba a ir por dentro. Una liturgia de aislamiento, de soledad, de silencio, mirando hacia dentro. Recordé, entonces, una carta que él me escribió alguna vez y que hoy, en que no puedo salir para ir a saludarlo, comparto con los lectores.

“Sobrino impertinente:

(...) Pues sí, hijo, la vida es un Sábado Santo. Con el agravante de que la vida no tiene generalmente el ayer de un Viernes Santo, tan cargado de sentimientos piadosos, de arrepentimiento y perdón, ni el mañana de una Pascua de Resurrección que en teoría, o en fe, por mejor decir (ya que la fe es todo lo contrario de una teoría) nos resolvería el problema.

El Sábado Santo es el día de los increyentes. Y todos, en algún momento, durante un tiempo largo o corto, tal vez para muchos toda la vida, somos o hemos sido increyentes. Ateos, para no acudir a eufemismos. Hay días en que no creemos, no podemos creer. Nuestra vivencia religiosa se reduce, como en el Sábado Santo, a visitar, quizás por mera curiosidad, un Cristo yaciente en un sepulcro, a contemplar el esperanzado mañana de la resurrección en una tumba vacía.

No te vayas a escandalizar de que hable así un cura, cura viejo por más señas, que ya está chapoteando las espumas del final en las playas del mar inmenso del Absoluto, en ese mar sin orillas que es la eternidad. Sentir esto que te digo, esto de saborear a fondo la desolación de Sábado Santo que es la vida, no es falta de fe, no es su pérdida. Es, por el contrario, la urgencia de aferrarse más todavía a esa fe.

Cuando yo era cura de almas por esos pueblos de Dios en los que me tocó ejercer, hacía con mucho fervor la única manifestación religiosa que estaba permitida el Sábado Santo: la procesión de la Soledad. Mientras te escribo esta confesión, se me dibuja en el alma el rostro de la Mater Dolorosa, la Virgen de los Dolores que, presencia de madre al fin y al cabo, nos acompaña en medio del naufragio (...)”.

Llamé a Mariengracia para darle como en todas las semanas santas el saludo de Pascua. Le leí la carta y se puso a llorar.

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