Cuando di clases en la universidad de Sarajevo, en mi primer paseo por la capital bosnia, marcada por las huellas de los disparos, visité las ruinas de la Biblioteca Nacional, destruida por las bombas. La noche del 25 al 26 de agosto de 1992, la artillería del ejército ultranacionalista serbio apuntó a la biblioteca con el objetivo de destruir tanto el edificio como las colecciones de literatura medieval en árabe, persa y turco, además de valiosos documentos escritos en cuatro alfabetos: latino, árabe, cirílico y bosnio antiguo. El edificio de la biblioteca data del año 1896 y subraya el mosaico de culturas de Bosnia: turca, judía sefardí, ortodoxa y vienesa.
Durante semanas tras el bombardeo, en el que 600.000 libros quedaron destruidos, páginas ennegrecidas por el fuego flotaban en el aire. Los vecinos de Sarajevo me contaron que los llamaban las “mariposas negras”.
Recordé las mariposas negras, esa metáfora del horror y del olvido impuesto a la fuerza: hay historiadores perseguidos por Putin, quien declaró hace un par de años que “demonizar a Stalin es una de las maneras de atacar a Rusia”. El historiador Yuri Dmítriev descubrió en los noventa en Karelia varias fosas comunes que contenían los restos de 9.000 cadáveres. En 2016 hizo público otro valioso hallazgo: una lista con más de 40.000 nombres de agentes de los servicios secretos de la época de Stalin. Poco después Dmítriev fue falsamente acusado y encarcelado.
La destrucción de la cultura en épocas de conflictos se remite a tiempos antiguos. En el año 330 a. C. Alejandro Magno se apoderó de la suntuosa y bellísima Persépolis, capital del imperio persa, y la destruyó para que no quedara nada de la exquisita civilización que el militar odiaba; posiblemente se trataba de uno de los primeros genocidios culturales. Las tres destrucciones de la Biblioteca de Alejandría, la más antigua y espléndida del mundo antiguo, fueron otros tantos genocidios culturales. Los totalitarismos del siglo XX, el nazi y el comunista, y su destrucción de libros y de obras de arte. En el presente siglo se destruyeron con el mismo propósito las Torres Gemelas de Nueva York y los templos de Palmira, símbolos todos ellos de la prosperidad y del cosmopolitismo, histórico o contemporáneo.
Existen otras amenazas a la memoria pública: una de ellas es la proliferación de falsedades históricas, lo que ha existido siempre pero nunca quizá en la dimensión que permiten las nuevas tecnologías. Para hacer frente a esos peligros cada sociedad debe atesorar, proteger y vigilar su memoria colectiva, analizar el presente y la historia libres de ese barro que todo lo ensucia que es el nacionalismo