El aire navideño está cargado de aromas que, aunque nos empecinemos en taparnos las narices, acaban metiéndose por los poros y nos impregnan de algo indefinible. No sé. Nostalgia, ternura, alegría, religiosidad... Lo que sea.
Se abren las viejas cajas donde se guarda el pesebre y la primera tufarada de los encerados y el musgo hace estremecer, allá en los recodos del alma, al niño dormido que llevamos dentro. Lo mismo ocurre cuando se oyen los primeros villancicos, pero son sobre todo los olores los que acaban imponiendo su ley de añoranzas y recuerdos. Que, querámoslo o no, acaban hundiéndonos en la soledad.
Porque Navidad, a pesar del ruido y la batahola, es época de soledad. De soledades fecundas, en las que el misterio aflora detrás del corazón...