Por Juan Daniel Zuluaga Z.
Tenemos que saber que los tiempos en que los presidentes de Colombia generaban algún apoyo mayoritario ya están terminados. Ya eso se acabó. Tal vez el último presidente que pudimos ver despertando entusiasmo y apoyo entre grandes segmentos de población fue Álvaro Uribe, gústele a quien le guste, y cámbiese como se quiera cambiar ahora el libreto de la historia nacional. Muchos lo vivimos, muchos lo vimos desde las calles, desde los trabajos: hubo años, sobre todo en su primer mandato, en que el optimismo y la creencia de que este país iba a despegar como un cohete hizo que la economía se relanzara, que los negocios volvieran a florecer. La gente llegó a creer que hacer un mejor país era posible. Fue breve, eso sí.
Luego pasó lo que pasó, la ambición desmedida de poder echó para atrás buena parte de ese optimismo y el país se fracturó quizás para siempre. La división y la fragmentación social y política ya no tienen reversa. Resurgieron los políticos y movimientos divisivos, los Petro, los Santos, los Gaviria Trujillo, los Samper. El uribismo le aplicó a Juan Manuel Santos la oposición cerril que el santismo y los “pazólogos” le aplican a Iván Duque hoy.
Gustavo Petro es una máquina de regar odios a través de sus redes sociales, de sus discursos, y unos de esos senadores que lo acompañan parecen enfermos de rencor. Juan Manuel Santos goza sacándose clavos y ya empezó a ejercer el maléfico papel de expresidente colombiano dañino, entrometido y pendenciero. El uribismo compite contra sí mismo en capacidad de meter la pata e incurrir en torpezas.
Sea quien sea el presidente encontrará una pesadilla: lo atacarán sin tregua aunque parece que eso no les importa, porque para llegar al poder dejan por el camino todo, desde la coherencia hasta la dignidad.